sábado, 31 de octubre de 2009

POR TU MIRADA


POR UNA MIRADA. REYNOS
POR UNA SONRISA. EL CIELO
POR UN BESO TUYO, AMOR QUE NO HARIA YO

POR TU CALIDEZ DERRAMANDOSE EN MI CORAZON,
POR LA DULZURA DE TUS MANOS DANDOLE CALIDEZ A MI PIEL
POR TU VOZ, MI ANGEL, QUE NO DARIA POR OIR TU VOZ?

POR TU MIRADA LLENA DE VIDA,
POR LA BELLEZA DE TU AMOR,
POR LA TERNURA DE TUS CARICIAS
YO LO DARIA TODO, MI AMOR

martes, 27 de octubre de 2009

HOLA/ MIRANDA

Hola
Hola, ¿Qué tal?, ¿Cómo te va?
¡Qué frase más vulgar!
Con la que me voy a presentar

Cuando a lo lejos oigo un "boomb"
Yo sé que estás ahí
Y no me importa cómo
Seguro te vas a acercar a mi

Quiero conocerte
Cambiarías un poquito de mi suerte
Sigue la corriente
El impulso de tu piel nunca te miente
Oooh!

El disco de mi mente
Se re siente con tu corazón
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"

No ves que es necesário
Terminar en una habitación
"Invítame a tu habitación... ¡¡YA!!"

Si no tiene nada que ver
Por dios disculpame
No sé ni como tuve tu piel

De proponermelo de hacer
A la primera vez
Tal fácil es decirlo
Que no va a ser tan facil que se de

Quiero conocerte
Cambiarías un poquito de mi suerte
Sigue la corriente
El impulso de tu piel nunca te miente
Oooh!

El disco de mi mente
Se re siente con tu corazón
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"

No ves que es necesário
Terminar en una habitación
"Invítame a tu habitación"
"Invítame a tu habitación"

Pasemos a lo bueno
Deshazte de tu ropa
Y dime "Oh", "oh", oh", "oh", "uoh, oh, oh" "oh, oh, oh, oh"

Muñeca te lo ruego
Agítame la boca
Y dime "Oh", "oh", oh", "oh", "uoh, oh, oh" "oh, oh, oh, oh"

"Quiero conocerte"
"Cambiarías un poquito de mi suerte"
"Sigue la corriente"
"El impúlso de tu piel nunca te miente"

"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"

"Invítame a tu habitación... ¡¡YA!!"

"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"
"El disco de tu corazón"

Pasemos a lo bueno
Deshazte de tu ropa
Y dime "Oh", "oh", oh", "oh", "uoh, oh, oh" "oh, oh, oh, oh"

Muñeca te lo ruego
Agítame la boca
Y dime "Oh", "oh", oh", "oh", "uoh, oh, oh" "oh, oh, oh, oh"

Pasemos a lo bueno...

ESTA FUE LA LETRA DE LA CANCION DE ENTRADA DE "LALOLA", AL MENOS EN MEXICO ASI FUE Y ES UNA CANCION DIVINA POR ESO MISMO LA SUBO AQUI, ES DE ESTE MAGNIFICO GRUPO MIRANDA, QUE TRAE UNA BUENA PROPUESTA, UN POCO PSICODELICA, PERO GENIAL

viernes, 23 de octubre de 2009

jueves, 22 de octubre de 2009

QUIERO


QUIERO LLENARME DE TI!
QUIERO QUE ME DES TU AMOR!
QUIERO PROBAR DE TU PIEL EL SABOR!
QUIERO LLENARME LAS MANOS DE TI!

QUIERO QUE TE ENAMORES DE MI!
QUIERO DEJAR ATRAS LA AMARGA SEPARACION!
QUIERO SER TODA DE TI!
YO SOLO QUIERO VIVIR PARA TI!

DESEANDOTE

HE PENSADO EN NUESTRO ENCUENTRO,
HE PENSADO Y HE SOÑADO CON ESE MOMENTO

UNA PUERTA ABIERTA,
UNA CAMA TIBIA,
TU DESLIZANDOTE HASTA TOCARME,
Y TUS MANOS LLENANDOME DE CARICIAS.....(TE DESEO TANTO)

HE IMAGINADO COMO SERIA SENTIR DE NUEVO TUS LABIOS,
PERDERME EN UN BESO LLENO DE LUJURIA,
SENTIR TU LENGUA ACARICIAR LA MIA
Y COMPROBAR LA HUMEDAD QUE ME PROVOCAS (CALOR)

SE MUY BIEN QUE PASARA DESPUES,
PRENDAS CAYENDO (DELICIOSO)
MANOS ANSIOSAS, CALIDAS, LUJURIOSAS (LO AÑORO)
Y TU TOQUE EN LAS PERLAS QUE SON MIS PEZONES

SE QUE BUSCARAS CON SED BEBER DE MI,
SE QUE SENTIRE EL CALOR DE TU LENGUA EN MI SEXO HUMEDO,
Y SE MUY BIEN QUE GEMIRE AL SENTIRTE, ASI, TAN MIO!
Y QUE DIRE TU NOMBRE MIENTRAS LAMES Y BEBES (OH DIOS MIO!)

LO QUE BUSCAS ES OIRME,
GEMIR, SUSPIRAR, GRITAR
SE MUY BIEN QUE MI EXTASIS ES TU ALIMENTO,
Y QUE DESPUES DE MUCHO, DEJARAS TEMBLANDO MIS MUSCULOS! (MUCHAS VECES)

SIN EMBARGO CARIÑO, AUNQUE EL PLACER ES VASTO,
YO AÑORO QUE ME DEJES SERVIRME DE TI! (MMMMM)
QUIERO DARTE EL MISMO PLACER QUE ME HAS DADO!
QUIERO SER YO QUIEN CALME SU SED EN TU NECTAR!

MI LENGUA ESTARA DESESPERADA POR SENTIR,
POR DEGUSTARTE A PLACER
QUIERO SER LLENADA DE TI,
ANSIOSA ESTOY DE ALIMENTAR MI LASCIVIA EN TU SEXO!

QUE NOCHE NOS ESPERA AMOR!
QUE NOCHE!
SI APENAS HE IMAGINADO EL COMIENZO!
SI SABEMOS QUE NOS DESEAMOS!
SI SABEMOS QUE NOS AMAMOS!
SI EN NOSOTRSO REYNA EL DESEO!

http://www.youtube.com/watch?v=t4NsBIVcWGo

CAMBIOS



LA VASTEDAD DE MIS SENTIMIENTOS SUELE CONFUNDIRME
LA SOLEDAD Y YO SIEMPRE FUIMOS GEMELAS
PERO HOY, SE VA DE MI Y ME DEJA
SOLA

LA NOCHE ERA MI MADRE,
SU VIENTRE FRESCO ME ARRULLABA,
Y HOY, EL SOL, MI PADRE
ME RECLAMA COMO SUYA Y ME ARREBATA

MI CUERPO ERA DE CRISTAL,
DE AMATISTA Y DE ONICE
POSEIA LABIOS DE RUBI Y OJOS DE AMBAR,
PERO ME HAN ROBADO Y ME DEJARON SIN NADA

MI CORAZON ERA MUY TIERNO,
Y LE HAN GOLPEADO Y HERIDO,
CON LAGRIMAS Y VINAGRE LO ENCURTIERON,
YA NO HAY MAS DOLOR, NO SIENTO COMPASION

ALGUNA VEZ FUI VIRGEN,
LA PUREZA DE MI MIRADA HACIA TEMBLAR A MILES,
Y EN ESTA NOCHE,  DESNUDA,
LA CALIDEZ DE MI PIEL HACE NACER LUJURIA

ALGUNA VEZ FUI OTRA,
HACE TIEMPO ERA DISTINTA,
PERO SE HAN ENCARGADO DE HACERME DAÑO
Y HOY, ME HE CONVERTIDO EN VOLCAN Y ACERO

miércoles, 21 de octubre de 2009

DE KATHERINE MANSFIELD


La Lección de Canto (The singing lesson) es un relato de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield, publicado en la antología de 1922 La fiesta en el jardín y otras historias (The garden party and other stories)




Quizás no sea el cuento más acabado de Katherine Mansfield, sin embargo, resulta inevitable para comprender algunos aspectos de su narrativa.









La Lección de Canto.

The Singing Lesson, Katherine Mansfield (1888-1923)





Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.



La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.



-Buenos días -exclamó con su pronunciación afectada y dulzona-. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.



Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.



-Hace un frío que pela -respondió la señorita Meadows, taciturna.

La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.

-Pues tú parece que estás helada -dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?)

-No, no tanto -respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino...



Las clases de cuarto, quinto y sexto estaban reunidas en la sala de música. La algarabía que armaban era ensordecedora. En la tarima, junto al piano, estaba Mary Beazley, la preferida de la señorita Meadows, que tocaba los acompañamientos. Estaba girando el atril cuando descubrió a la señorita Meadows y gritó un fuerte «;Sssshhhh! ¡chicas!», mientras la señorita Meadows, con las manos metidas en las mangas de la toga, y la batuta bajo el brazo, bajaba por el pasillo central, subía los peldaños de la tarima, se giraba bruscamente, tomaba el atril de latón, lo plantificaba frente a ella, y daba dos golpes secos con la batuta pidiendo silencio.



-¡Silencio, por favor! ¡Cállense ahora mismo! -Y, sin mirar a nadie en particular, paseó su mirada por aquel mar de variopintas blusas de franela, de relucientes y sonrosadas manos y caras, de lacitos en el pelo que se estremecían cual mariposas, y libros de música abiertos. Sabía perfectamente lo que estaban pensando. «La Meady está de malas pulgas.» ¡Muy bien, que pensasen lo que les viniese en gana! Sus pestañas parpadearon; echó la cabeza atrás, desafiándolas. ¿Qué podían importar los pensamientos de aquellas criaturas a alguien que estaba mortalmente herida, con una navaja clavada en el corazón, en el corazón, a causa de aquella carta...?



«Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error. Y no es que no te quiera. Te quiero con todas las fuerzas con las que soy capaz de amar a una mujer, pero, a decir verdad, he llegado a la conclusión de que no tengo vocación de hombre casado, y la idea de formar un hogar no hace mas que...» y la palabra «repugnarme» estaba tachada y en su lugar había escrito «apesadumbrarme».



¡Basil! La señorita Meadows se acercó al piano. Y Mary Beazley, que había estado esperando aquel instante, hizo una inclinación; sus rizos le cayeron sobre las mejillas mientras susurraba:



-Buenos días, señorita Meadows. -Y, más que darle, le ofrendaba un maravilloso crisantemo amarillo. Aquel pequeño rito de la flor se repetía desde hacía mucho tiempo, al menos un trimestre y medio. Y ya formaba parte de la lección con la misma entidad, por ejemplo, que abrir el piano. Pero aquella mañana, en lugar de tomarlo, en lugar de ponérselo en el cinto mientras se inclinaba junto a Mary y decía: «Gracias, Mary. ¡Qué maravilla! Busca la página treinta y dos», el horror de Mary no tuvo límites cuando la señorita Meadows ignoró totalmente el crisantemo, no respondió a su saludo, y dijo con voz gélida:

-Página catorce, por favor, y marca bien los acentos.

¡Qué momento de confusión! Mary se ruborizó hasta que lágrimas le asomaron a los ojos, pero la señorita Meadows había vuelto junto al atril, y su voz resonó por toda la sala:

-Página catorce. Vamos a empezar por la página catorce. Un lamento. A ver, niñas, ya deberían saberlo de memoria. Vamos a cantarlo todas juntas, no por partes, sino todo seguido. Y sin expresión. Quiero que lo canten sencillamente, marcando el compás con la mano izquierda.



Levantó la batuta y dio dos golpecitos en el atril. Y Mary atacó los acordes iniciales; y todas las manos izquierdas se pusieron a oscilar en el aire, y aquellas vocecillas chillonas, juveniles, empezaron a cantar lóbregamente:



¡Presto! Oh cuán presto marchitan las rosas del placer;

qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.

¡Fugaz! Qué fugaz la musical alegría se quiere volver

alejándose del oído que la sigue con arrebato tierno.



¡Dios mío, no había nada más trágico que aquel lamento! Cada nota era un suspiro, un sollozo, un gemido de incomparable dolor. La señorita Meadows levantó los brazos dentro de la amplia toga y empezó a dirigir con ambas manos. «...Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error...», marcó. Y las voces cantaron lastimeramente: ¡Fugaz! Qué fugaz... ¡Cómo se le podía haber ocurrido escribir aquella carta! ¿Qué lo podía haber inducido a ello? No tenía ninguna razón de ser. Su última carta había estado exclusivamente dedicada a la compra de unos anaqueles en roble curado al humo para «nuestros» libros, y una «preciosa mesita de recibidor» que había visto, «un mueblecito precioso con un búho tallado, que estaba sobre una rama y sostenía en las garras tres cepillos para los sombreros». ¡Cómo la había hecho sonreír aquella descripción! ¡Era tan típico de un hombre pensar que se necesitaban tres cepillos para los sombreros! La sigue con arrebato tierno..., cantaban las voces.



-Otra vez -dijo la señorita Meadows-. Pero ahora vamos a cantarla por partes. Todavía sin expresión.

-¡Presto! Oh cuán presto... -con la añadidura de la voz triste de las contraltos, era imposible evitar un estremecimiento- marchitan las rosas del placer. -La última vez que Basil había ido a verla llevaba una rosa en el ojal. ¡Qué apuesto estaba con aquel traje azul y la rosa roja! Y el muy pícaro lo sabía. No podía no saberlo. Primero se había alisado el pelo, luego se atusó el bigote; y cuando sonreía sus dientes eran perlas.

-La esposa del director del colegio siempre me está invitando a cenar. Es de lo más engorroso. Nunca consigo tener una tarde para mí en esa escuela.

-¿Y no puedes rechazar la invitación?

-Verás, una persona en mi posición debe procurar ser popular.

-...la musical alegría se quiere volver -atronaban las voces. Tras los altos y estrechos ventanales los sauces eran mecidos por el viento. Ya habían perdido la mitad de las hojas. Las que quedaban se agarraban, retorcidas como peces atrapados en el anzuelo. «...No tengo vocación de hombre casado... » Las voces habían cesado; el piano esperaba.

-No está mal -dijo la señorita Meadows, pero todavía en un tono tan extraño y lapidario que las niñas más jóvenes empezaron a sentirse asustadas-. Pero ahora que lo saben, tenemos que cantarlo con expresión. Con toda la expresividad de la que sean capaces. Piensen en la letra, niñas. Empleen la imaginación. ¡Presto! Oh cuán presto... -entonó la señorita Meadows-. Esto es lo que debe ser un lamento, algo fuerte, recio, un forte. Y luego, en la segunda línea, cuando dice el lóbrego invierno, que ese lóbrego sea como si un viento helado soplase por él. ¡Ló-bre-go! -cantó en un tono tan lastimero que Mary Beazley, frente al piano, sintió un escalofrío-. Y la tercera línea debe ser un crescendo. ¡Fugaz! Qué fugaz la musical alegría se quiere volver. Que se rompe con la primera palabra de la última línea, alejándose. Y al llegar a del oído ya tienen que empezar a apagarse, a morir.., hasta que arrebato tierno no sea más que un débil susurro... En la última línea pueden demorarse cuanto quieran. Vamos a ver.



Y de nuevo los dos golpecitos; y los brazos levantados.

-¡Presto! Oh cuán presto... -«... y la idea de formar un hogar no hace más que repugnarme». Repugnarme, eso era lo que había escrito. Aquello equivalía a decir que su compromiso quedaba roto para siempre. ¡Roto! ¡Su compromiso! La gente ya se había mostrado bastante sorprendida de que estuviese prometida. La profesora de ciencias al principio no le creyó. Pero quizá la más sorprendida había sido ella misma. Tenía treinta años. Basil veinticinco. Había sido un milagro, un puro milagro, oírle decir, mientras paseaban hacia su casa volviendo de la iglesia aquella noche oscura: «¿Sabes?, no sé exactamente cómo, pero te he tomado cariño». Y le había cogido un extremo de la boa de plumas de avestruz- que la sigue con arrebato tierno.

-¡A repetirlo, a repetirlo! -exclamó la señorita Meadows-. ¡Un poco más de expresión, muchachas! ¡Una vez más!

-¡Presto! Oh cuán presto... -Las chicas mayores ya tenían el rostro congestionado; algunas de las pequeñas empezaron a sollozar. Grandes salpicaduras de lluvia cayeron contra los cristales, y se oía el murmullo de los sauces, «y no es que no te quiera...».



«Pero, querido, si me amas -pensó la señorita Meadows- no me importa que sea mucho o poco, con tal de que sea algo.» Pero sabía que en realidad él no la quería. ¡Que no se hubiera preocupado por borrar bien aquel «repugnarme» para que ella no lo pudiese leer!



-Qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.

Y también tendría que abandonar la escuela. Nunca más podría soportar la cara de la profesora de ciencias o de las alumnas una vez se supiese. Tendría que desaparecer, irse a otro lugar.

-Alejándose del oído... -Las voces empezaron a agonizar, a morir, a desvanecerse... en un susurro...



De pronto se abrió la puerta. Una niña pequeña, vestida de azul, avanzó con aire remilgado por el pasillo, moviendo la cabeza, mordiéndose los labios, y dando vueltas a la pulserita de plata que llevaba en la muñeca. Subió los peldaños y se detuvo ante la señorita Meadows.



-¿Qué sucede, Mónica?

-Señorita Meadows -dijo la niña tartamudeando-, la señorita Wyatt dice que desea verla en la sala de profesoras.

-De acuerdo -respondió la profesora. Y llamó la atención de las muchachas-: Confío por el propio bien de ustedes que sabrán comportarse y no hablar fuerte mientras salgo un momento. -Pero estaban demasiado espantadas para alborotar. La gran mayoría se estaba sonando.



Los pasillos estaban silenciosos y fríos; y resonaban con los pasos de la señorita Meadows. La directora estaba sentada a su mesa. Tardó unos segundos en mirarla. Como de costumbre, estaba desenredándose las gafas que se le habían enganchado en la corbata de puntillas.



-Siéntese, señorita Meadows -dijo muy amablemente. Y tomó un sobre rosado que se hallaba sobre el secante del escritorio-. Le he hecho avisar en mitad de la clase porque acaba de llegar este telegrama para usted.

-¿Un telegrama para mí, señorita Wyatt?

¡Basil! ¡Basil se había suicidado!, decidió la señorita Meadows. Alargó la mano pero la señorita Wyatt retuvo el telegrama un instante.

-Espero que no sean malas noticias -dijo, con forzada amabilidad. Y la señorita Meadows lo abrió precipitadamente.



«No hagas caso carta, debí estar loco, hoy compré mesita sombrerero. Basil», leyó. No podía apartar los ojos del telegrama.



-Espero que no sea nada grave -dijo la señorita Wyatt inclinándose hacia adelante.

-Oh, no, no. Muchas gracias, señorita Wyatt -replicó la señorita Meadows ruborizándose. No es nada grave. Es... -dijo con una risita de disculpa-, es de mi prometido anunciándome que... que... -se produjo un silencio.

-Ya entiendo -dijo la señorita Wyatt. Hubo otro silencio. Y añadió-: Todavía le quedan quince minutos de clase, señorita Meadows, si no me equivoco.

-Sí, señorita Wyatt -dijo, levantándose. Y casi salió corriendo hacia la puerta.

-Ah, un instante, señorita Meadows -dijo la directora-. Debo recordarle que no me gusta que las profesoras reciban telegramas en horas de clase, a menos que sea por motivos muy graves, la muerte de un familiar -explicó la señorita Wyatt-, un accidente muy grave, o algo así. Las buenas noticias, señorita Meadows, siempre pueden esperar.



En alas de la esperanza, el amor, la alegría, la señorita Meadows se apresuró a regresar a la sala de música, bajando por el pasillo, subiendo a la tarima y acercándose al piano.



-Página treinta y dos, Mary -dijo-, página treinta y dos. -Y tomando aquel amarillísimo crisantemo se lo llevó a los labios para ocultar su sonrisa. Luego se volvió a las chicas y dio unos golpecitos con la batuta-: Página treinta y dos, niñas, página treinta y dos.



Venimos aquí hoy de flores coronadas,

con canastillas de frutas y de cintas adornadas,

para así felicitar...



-¡Basta, basta! -exclamó la señorita Meadows-. Esto es terrible, horroroso. -Y sonrió a las muchachas-. ¿Qué demonios les pasa hoy? Piensen, piensen un poco en lo que cantan. Empleen la imaginación. De flores coronadas, Canastillas de frutas y de cintas adornadas. Y para felicitar -exhaló la señorita Meadows-. No pongan esa cara tan triste, niñas. Tiene que ser una canción cálida, alegre, placentera. Para felicitar. Una vez más. Venga, aprisa. Todas juntas ¡Ahora!



Y esta vez la voz de la señorita Meadows se levantó por encima de todas las demás, matizada, brillante, llena de expresividad.





Katherine Mansfield (1888-1923)





Vida de Ma Parker (Life of Ma Parker) es un relato de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield, publicado en 1921 en la antología La fiesta en el jardín y otras historias (The garden party and other stories)




Desde la muerte de un nieto, pasando por una analepsis desmesurada, jamás eludiendo las diferencias sociales, reflexionando sobre el dolor y la desdicha; Vida de Ma Parker es, y con plena justicia, uno de los mejores cuentos de Katherine Mansfield.







Vida de Ma Parker.

Life of Ma Parker, Katherine Mansfield (1888-1923)





Cuando el caballero literato, cuyo apartamiento limpiaba la anciana señora Ma Parker todos los martes, le abrió la puerta aquella mañana, aprovechó para preguntarle por su nieto. Ma Parker se detuvo sobre el felpudo del pequeño y oscuro recibidor, alargó el brazo para ayudar al señor a cerrar la puerta, y sólo después replicó apaciblemente:



-Ayer lo enterramos, señor.

-¡Dios santo! No sabe cuánto lo siento -dijo el caballero literato en tono desolado. Estaba a medio desayunar. Llevaba una bata deshilachada y en una mano sostenía un periódico arrugado. Pero se sintió incómodo. No podía volver al confort de la sala sin decir algo, sin decirle algo más. Y como aquella gente daba tanta importancia a los entierros, añadió amablemente:

-Espero que el entierro fuese bien.

-¿Cómo dice, señor? -dijo con voz ronca la anciana Ma Parker.

¡Pobre mujer! Estaba acabada.

-Que espero que el entierro fuese bien... -repitió.



Ma Parker no respondió. Agachó la cabeza y se encaminó hacia la cocina, llevando aquella usada bolsa de pescado en la que guardaba las cosas de la limpieza, un mandil y unas zapatillas de fieltro. El literato enarcó las cejas y volvió a sumirse en su desayuno.



-Supongo que está abatida -dijo en voz alta, tomando un poco de mermelada.



Ma Parker se quitó los dos alfileres que le sujetaban la toca y la colgó detrás de la puerta. Se desabrochó la raída chaqueta y también la colgó. Luego se ató el mandil y se sentó para quitarse las botas. Ponerse o quitarse las botas era un verdadero martirio, pero lo había sido durante años. De hecho estaba ya tan acostumbrada a aquel dolor que su rostro se contraía en una mueca dispuesto a sentir el pinchazo mucho antes de que hubiese empezado a desatarse los lazos. Terminada esta operación, se recostó momentáneamente en la silla con un suspiro y empezó a frotarse suavemente las rodillas...



-¡Abuela, abuela! -gritaba su nietecillo subido con sus botines sobre su falda. Acababa de volver de jugar en la calle.

-¡Mira cómo le has dejado la falda a la abuela...! ¡Malo, más que malo!

Pero él le echaba los brazos al cuello y frotaba su mejillita contra la de ella.

-Abuelita, ¡danos una moneda! -le decía, zalamero.

-Fuera de aquí; ya sabes que la abuela no tiene dinero.

-Sí, sí tienes.

-No, no tengo.

-Sí, sí tienes. ¡Danos una moneda!

Y ella ya estaba buscando su bolso viejo y desvencijado de cuero negro.

-Muy bien, ¿y tú a cambio qué le darás a tu abuela?

El niño soltó una tímida risita y se apretujó más contra ella. Notó sus pestañas haciéndole cosquillas en la mejilla.

-Pero si yo no tengo nada... -murmuró el niño.



La anciana se levantó como impulsada por un resorte, tomó el hervidor de metal que estaba sobre la cocina de gas y la llevó hasta el fregadero. El ruido del agua llenando el hervidor amortiguó su dolor, o eso parecía. Aprovechó para llenar también el balde y el barreño. Se necesitaría un libro entero para describir el estado de aquella cocina. Durante la semana el caballero literato «se las apañaba solo». Lo cual significaba que vaciaba una y otra vez los restos del té en un tarro de mermelada colocado ex profeso para tal fin, y cuando se quedaba sin tenedores limpios limpiaba uno o dos en un trapo de cocina. Por lo demás, como solía explicar a sus amigos, su «sistema» era bastante sencillo, y no acababa de entender cómo la gente tenía tantos problemas con la vida doméstica.



-No hay más que ensuciar todo lo que tienes, contratar a una vieja una vez por semana para que lo limpie todo, y ya está.



El resultado era una especie de descomunal basurero. Incluso el suelo estaba plagado de trozos de tostadas, sobres y colillas. Pero Ma Parker no le tenía inquina. Le daba lástima que aquel pobre caballero, todavía joven, no tuviese quién le cuidara. Por la ventanita tiznada se divisaba una inmensa extensión de cielo tristón, y siempre que había nubes parecía que fuesen nubes raídas, usadas, desgastadas por los bordes, agujereadas, como oscuras manchas de té. Mientras el agua se calentaba Ma Parker empezó a barrer el suelo. «Sí -pensó, mientras la escoba iba dando bandazos-, entre una cosa y otra ya he soportado lo mío. Ha sido una vida dura.»



Incluso sus vecinos se lo decían. Muchas veces, cuando volvía exhausta a casa llevando aquella bolsa de pescado, les oía decir, entre ellos, mientras esperaban en una esquina, o se inclinaban sobre la verja de alguna casa: «Vaya una vida dura que le ha tocado vivir a la pobre Ma Parker». Y era tan cierto, que no sentía el menor orgullo por ello. Era como si alguien hubiese comentado que vivía en el sótano interior del número 27 ¡Qué vida más dura...! A los dieciséis años había abandonado Stratford para ir a Londres como ayudante de cocina. Sí, había nacido en Stratford-on-Avon. ¿Shakespeare, decía? No, señor, todo el mundo le preguntaba siempre por él. Pero nunca había oído ese nombre hasta verlo en las carteleras de los teatros. Ya no recordaba nada de Stratford excepto aquel «sentados junto al hogar podían verse las estrellas por la chimenea», y «mamá siempre había tenido sus lonjas de tocino colgando del techo». Y aún había algo más -una mata-, junto a la puerta de la casa, una mata que siempre olía maravillosamente. Pero la mata era algo muy difuso. Sólo la recordó una o dos veces en el hospital, la vez que había estado tan enferma.



Aquella casa había sido horrible: la primera casa. No la dejaban salir nunca. Nunca subía a la planta como no fuese para rezar por la mañana y por la noche. El sótano no estaba mal, pero la cocinera era una mujer cruel. Le quitaba las cartas que le escribía su familia antes de que hubiese tenido tiempo de leerlas y las echaba al fuego porque la hacían soñar... ¡Y las cucarachas! ¿Quién lo hubiera dicho, eh? Pues lo cierto era que hasta que había ido a Londres jamás había visto una cucaracha negra. Al llegar a este punto Ma siempre soltaba una risita, como si... ¡mira que no haber visto nunca una cucaracha! ¡vaya! Era como si alguien dijera que nunca se había visto los pies. Cuando aquella familia fue desahuciada se fue como «ayudanta» a la casa de un doctor, y después de dos años allí, corriendo arriba y abajo todo el día, se casó con su marido. Un panadero.



-¡Un panadero, señora Parker! -exclamaba el caballero literato. Porque algunas veces dejaba de lado sus volúmenes y la escuchaba o, al menos, escuchaba ese producto llamado Vida-. ¡Debe de ser bastante bonito estar casada con un panadero!

La señora Parker no parecía tan segura.

-Es un oficio tan limpio -argüía el literato.

La señora Parker no estaba muy convencida.

-¿No le gustaba entregar el pan calentito a los clientes?

-Mire, señor -decía Ma Parker-, yo no subía a la tahona muy a menudo. Tuvimos trece niños y enterramos a siete. ¡Cuando aquello no era un hospital, era una enfermería, como quien dice!

-Ni que lo diga, señora Parker ni que lo diga -exclamaba el literato, estremeciéndose, y volviendo a empuñar la pluma.



Sí, siete habían muerto, y cuando los otros seis todavía eran pequeños su marido se volvió tísico. Harina en los pulmones, le había dicho a ella el médico... Su marido estaba sentado en la cama con la camisa subida hasta la cabeza, y el dedo del doctor trazó un círculo sobre su espalda.



-Fíjese, si ahora se abriese un agujero aquí, señora Parker, vería que tiene los pulmones embozados de pasta blanca. Respire, buen hombre, ¡respire hondo! -Y la señora Parker jamás supo si había visto o si había imaginado que veía una gran nube de polvo blanco salir de los labios de su pobre marido...



Y lo que había tenido que luchar para sacar adelante a aquellos seis renacuajos y para mantenerse en pie. ¡Había sido terrible! Y entonces, cuando ya empezaban a ser suficientemente mayores para ir al colegio, la hermana de su marido había ido a vivir con ellos para ayudarles un poco, y cuando todavía no llevaba allí dos meses se había caído por una escalera lastimándose el espinazo. Y durante cinco años Ma Parker cargó con otro niño -¡y vaya una cuando le daba por llorar!- a quien cuidar. Luego la pequeña Maudie optó por el mal camino y arrastró con ella a su hermana Alice; los dos chicos emigraron, y el pequeño Jim se fue a la India con el ejército, y Ethel, la más pequeña, se casó con un camarerillo pelafustán que murió de úlceras el año que nació el pequeño Lennie. Y ahora le había tocado al pequeño Lennie, mi nietecito... Lavó y secó la pila de tazas y de platos sucios. Limpió los cuchillos negros con un trozo de patata y con el corcho de un tapón. Fregó la mesa, el aparador y el fregadero en el que flotaban colas de sardina...



Nunca había sido un niño demasiado fuerte, nunca, desde que nació. Era uno de esos bebés rubios a quien todo el mundo toma por una niña. Tenía rizos blancos, plateados, ojos azules, y un lunar, como un diamante, a un lado de la nariz. ¡Lo que les había costado a Ethel y a ella criarlo! ¡Habían probado tantas cosas que habían leído en los periódicos! Cada domingo por la mañana Ethel leía en voz alta mientras Ma Parker hacía la colada.



Señor director:

Sólo un par de líneas para comunicarle que mi pequeño Myrtil que se hallaba grave de muerte... Y tras cuatro frascos de... aumentó 8 libras en 9 semanas, y todavía continúa engordando.



Y entonces sacaban del aparador la huevera que servía de tintero y se escribía la carta, y al día siguiente por la mañana, camino del trabajo, Ma compraba el impreso para el giro postal. Pero no servía de nada. No había modo de que el pequeño Lennie engordase. Ni siquiera llevándolo al cementerio cogía un poco de color; y un buen ajetreo en el autobús tampoco lograba que mejorase su apetito. Aunque desde el principio había sido el niño mimado de su abuela...



-¿Quién te quiere a ti? -dijo la anciana Ma Parker abandonando los fogones y dirigiéndose hacia la mugrienta ventana. Y una vocecita tan cálida y próxima que casi la sobresaltó -pues parecía brotar de debajo de su corazón- se echó a reír, respondiendo: «¡La abuelita!».

En aquel momento se oyeron pasos y el literato apareció, vestido de calle.

-Señora Parker, voy a salir.

-Perfectamente, señor.

-Encontrará la media corona en la bandejita del tintero.

-Gracias, señor.

-Por cierto, señora Parker -dijo el caballero rápidamente-, ¿no tiraría usted por casualidad un poco de cacao la última vez que vino a limpiar, verdad?

-No, señor.

-¡Qué extraño! Hubiera jurado que quedaba una cucharadita de cacao en la lata -explicó-. Y -añadió amablemente pero con firmeza-: siempre que tire alguna cosa dígamelo, ¿eh, señora Parker? -Y salió muy contento de sí mismo, convencido, en realidad, de haberle demostrado a la señora Parker que, bajo su aparente despiste, era tan observador como una mujer.



Se oyó el portazo. Ma Parker tomó la escoba y el trapo del polvo y se encaminó al dormitorio. Pero cuando empezó a hacer la cama, tirando de las sábanas, metiéndolas bien y alisándolas, el recuerdo del pequeño Lennie se hizo insoportable. ¿Por qué había tenido que sufrir tanto? Eso era lo que ella no podía comprender. ¿Por qué aquel angelito había tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos por respirar, luchando por cada gota de aire? No tenía ningún sentido que un niño sufriese de aquel modo. Del pecho del niño, de aquella cajita, salía un sonido como si algo hirviese. Tenía un gran bulto, algo bulléndole en el pecho y no podía expulsarlo. Cuando tosía toda la cabecita se le cubría de sudor; los ojos se le saltaban, le temblaban las manos, y el gran bulto oscilaba como una patata dentro de un cazo. Pero lo peor de todo era que cuando no tosía permanecía sentado, recostado en la almohada, y nunca hablaba ni contestaba, incluso hacía como si no oyese. Se limitaba a quedarse con la mirada fija, como si estuviese ofendido.



-La abuelita no puede hacer nada, cariñín -decía Ma Parker, apartándole suavemente el pelo húmedo de las coloradas orejas. Pero Lennie movía la cabeza y se apartaba. Parecía tremendamente enfadado con ella... y solemne. Agachaba la cabeza y la miraba de reojo, como si nunca hubiera podido pensar que su abuela fuese capaz de aquello.



Cuando menos... Ma Parker echó la colcha sobre la cama. No, simplemente no podía pensar en ello. Era demasiado... le había tocado sufrir demasiado en esta vida. Y hasta ahora había aguantado, no había dejado que el sufrimiento hiciese mella en ella, y nadie la había visto llorar ni una sola vez. Nunca, nadie. Ni sus hijos la habían visto dejarse dominar por la desesperación. Siempre había mantenido la cabeza alta. ¡Pero ahora...! Lennie había muerto... ¿qué le quedaba? Nada. Era lo único que le quedaba en esta vida, y ahora también se lo habían llevado. «¿Por qué habrá tenido que ocurrirme precisamente a mí?», se preguntó.



-¿Qué he hecho? -dijo la anciana Ma Parker-. ¿Qué he hecho?



Y mientras pronunciaba estas palabras dejó caer inesperadamente el plumero. Y se encontró en la cocina. Se sentía tan desgraciada que volvió a ponerse el sombrero y las agujas que sujetaban la toca y la chaqueta y salió del apartamiento como una sonámbula. No sabía lo que hacía. Era como una persona que traumatizada por el horror de lo que le acaba de ocurrir, echa a andar... sin dirección alguna, simplemente como si andando pudiese alejarse... En la calle hacía frío. Soplaba un viento helado. La gente pasaba con andar rápido, muy aprisa; los hombres caminaban como tijeras; las mujeres deslizándose como gatos. Pero nadie sabía nada, a nadie le preocupaba. Aunque se hubiese dejado llevar por la desesperación, aunque después de todos aquellos años se hubiese echado a llorar, tanto si le gustaba como si no, habría terminado por encontrarse metida en algún aprieto. Y al pensar en la posibilidad de llorar fue como si el pequeño Lennie hubiera vuelto a saltar a sus brazos. Ah, sí, eso es lo que quiero hacer, pichoncito. La abuela quiere llorar. Si ahora pudiese romper a llorar, si pudiese llorar cuanto quisiera, por todo cuanto le había ocurrido, empezando por la primera casa en la que había servido y aquella cruel cocinera, siguiendo por la familia del doctor, por los siete hijos muertos, por la muerte de su marido, por la partida de los hijos, si pudiese llorar por todos aquellos años de miseria que llevaban hasta el pequeño Lennie. Pero llorar cabalmente por todas esas cosas requería muchísimo tiempo. De todos modos, había llegado el momento de hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía continuar aplazándolo ni un minuto más; ya no podía esperar... ¿Adónde podía ir?



«Una vida muy dura la de Ma Parker, muy dura.» ¡Sí, más de lo que creían, durísima! La barbilla le empezó a temblequear; no tenía tiempo que perder. Pero ¿adónde?, ¿adónde? No podía ir a su casa; Ethel estaba allí. La pobre se hubiera llevado un susto de muerte. No podía sentarse en un banco en cualquier parte; la gente se pararía a hacerle preguntas. Y no podía regresar al hogar del caballero literato; no tenía ningún derecho a llorar en casa de otros. Y si se sentaba en la escalera de cualquier edificio algún policía le diría que estaba prohibido hacerlo. ¡Ay! ¿No existía ningún sitio donde pudiese esconderse, estar sola tanto como quisiera, sin que nadie la molestase y sin molestar a otros? ¿No existía ningún lugar en el mundo donde pudiese, por fin, solazarse llorando?



Ma Parker permaneció inmóvil, mirando a uno y otro lado. El gélido viento le hinchó el delantal como si fuese un globo. Y empezó a llover. No, aquel sitio no existía.


Felicidad (Bliss) es un relato de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield, publicado en 1918, y corregido para la antología de 1920 Felicidad y otras historias (Bliss and other stories)




El relato se desarrolla durante un día en la vida de una treintañera londinense: Berta Young, donde logra entrar en contacto con una dicha completa (Bliss, de hecho, significa dicha; pero la palabra felicidad está mucho más cerca de la esencia que Mansfield plantea). Pero durante una cena frívola y superficial, en la que Berta convoca a sus amigos, la protagonista descubre que su pareja le es infiel con una de sus invitadas.



Resumido brutalmente, Felicidad parece no depararnos mayores sorpresas. No obstante, el desarrollo y la construcción son notables. Así como el juego irónico que plantea Katherine Mansfield, donde en ocasiones (y utilizamos la frase en inglés, ya que de eso se trata este juego) Ignorance is bliss...






Felicidad.

Bliss, Katherine Mansfield (1888-1923)





A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír... simplemente por nada. ¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad..., de felicidad plena..., como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?



¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer "beodo o trastornado"? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius? "No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir-pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón-. Y no lo expresa porque..."



-¡Gracias, Mary! -Entró en el vestíbulo-. ¿Ha vuelto la niñera?

-Sí, señora.

-¿Han traído la fruta?

-Sí, señora; ya está aquí.

-Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.



El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos. Pero en su pecho ardía aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros como una lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo hacía muy hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo..., pero miró al fin y vio en él a una mujer radiante, sonriente, de labios trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire atento de quien escucha, esperando algo..., algo divino que va a pasar... y que sabe ha de ocurrir infaliblemente. Mary trajo la fruta en una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro de porcelana azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo hubiesen sumergido en un baño de leche.



-¿Doy la luz, señora?

-No, gracias; veo muy bien.



Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: "Tengo que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra". Y en aquel momento esta idea le pareció muy razonable. Cuando hubo hecho con todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos para ver el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se fundía en la penumbra de la habitación, y los dos platos -el azul y el de cristal cargados de fruta- parecían flotar en el aire. Esto, debido quizás a su estado de ánimo, le resultó increíblemente hermoso, y se echó a reír.



"¡No, no! Me estoy volviendo histérica", se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo, subió hasta la habitación de la niña. La niñera estaba sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después de haberla bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los llevaba peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a su madre, levantó la cabeza y empezó a saltar.



-No, querida, no; come quietecita como una niña buena -dijo la niñera apretando los labios de una forma que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la niña.

-¿Ha sido buena hoy, Tata?

-Toda la tarde ha estado encantadora -contestó en voz baja-. Estuvimos en el parque y me senté en una silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la niña le agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la señora la hubiese visto!



Berta quiso preguntarle si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un perro desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los brazos caídos, como una niña pobre delante de otra rica que tiene una muñeca. Su hijita volvió a levantar la cabeza, contemplándola fijamente, y luego le sonrió de manera tan adorable que Berta, sin poder resistir más, dijo:



-¡Oh, Tata, déjeme que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!

-Como quiera la señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que le da de comer -contestó la niñera en voz baja.

¡Qué absurdo! ¿Para qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja como un precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra mujer?

-Bien, pero yo deseo darle de cenar -dijo Berta.

La niñera, muy ofendida, le entregó la niña.

-Sobre todo, le ruego a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy impresionable y luego para dormirla me hace pasar un mal rato.

Gracias a Dios la niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.

-¡Ahora eres toda para mí, preciosa mía! -dijo Berta mientras la niña se apretaba contra ella.



Comió graciosamente, tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas. A veces no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía llena, hacía un además apartándola lejos de sí. Cuando terminó la sopa, Berta se volvió hacia el fuego.



-Eres encantadora..., sencillamente encantadora -dijo mientras la besaba, sintiéndola tan tibia y suave-. ¡Te quiero tanto, tanto!



¡Claro que la quería! ¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver los deliciosos dedos de sus pies que ahora brillaban con rojizas transparencias ante el fuego de la chimenea... Sí, la quería; la quería tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni qué hacer con ella.



-La llaman al teléfono, señora -dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y apoderándose de su pequeña Berta.



Bajó corriendo. Era Harry.

-¿Eres tú, Berta? Se me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda. Retrasa la cena unos diez minutos, ¿quieres?

-Sí, Harry; perfectamente. Oye...

-Dime.

¿Qué podía decirle? Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un momento más; pero no podía gritarle absurdamente: "¡Qué día más preciosos hemos tenido!"

-¿Qué querías? -insistió la vocecita lejana.

-¡Nada! Entendí -dijo Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la civilización.



Tenían invitados a cenar. Los Norman Knight -una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores-; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un "hallazgo" de Berta. Ésta ignoraba lo que la señorita Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer guapa que tuviera algo extraño y misterioso. Lo que más le atraía de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces, aún no la comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa línea divisoria imposible de trasponer. ¿Existía algo más? Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias, y quizá con un poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo con él por el momento.



-Esa manera que tiene de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry -le había dicho-. Tenemos que averiguar lo que es.

-Pues aseguraría que tiene un buen estómago -contestaba Harry.



Le gustaba dejar a su esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: "A mi juicio tiene el hígado helado". Otras: "Quizás padece de narcisismo". En ocasiones: "Tal vez sufre de una afección al riñón"..., y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba. Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!



Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia, un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped, y otro negro -como su sombra- le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.



-¡De qué forma más inquietante se arrastran esos animales -balbuceó. Y, apartándose de la ventana, comenzó a pasear por el cuarto.



¡Cómo flotaba el aroma de los narcisos en el aire caliente del cuarto! ¿Olían demasiado? ¡Oh, no, no! Y, sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos con las manos.



-¡Soy feliz, demasiado feliz! -dijo con un susurro.



Aún persistía en su retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las flores completamente abiertas como el símbolo de su vida. Realmente..., realmente..., lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más que nunca, llevándose muy bien; tenía una niña adorable; no le agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos, modernos e interesantes: escritores, pintores, poetas y hombres de mundo..., precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban. Y, para colmo de su dicha, había descubierto una modista maravillosa, el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su nueva cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas...



-¡Soy absurda, absurda! -murmuró levantándose. Pero notó que se sentía completamente aturdida, como embriagada. Sería seguramente la primavera. ¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó trabajo subir a vestirse.



Se puso un vestido blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era casual. Lo había pensado tras muchas horas de haber visto el peral en flor por la ventana del salón. Los pliegues de su vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la señora Knight que estaba quitándose un extravagante abrigo color naranja, adornado con una procesión de monos negros que orlaban todo el borde y subían después por las solapas.



-No hago más que preguntarme -dijo- por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese gustado. Sólo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.

-Pero lo gracioso del caso... -repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de concha-. No te importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? -En casa y entre amigos se llamaban Cara y Careto-. Lo gracioso fue que cuando Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le dijo:"¿Es que nunca ha visto usted un mono?"

-¡Oh, sí! -y su esposa unió su risa a la de los demás-. Tuvo gracia,¿verdad?



Pero lo que resultó aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la señora Knight parecía realmente un mono inteligente que se hubiese hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes. Sonó otra vez el timbre de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en su estado de extrema angustia.



-Es ésta la casa ¿verdad? ¿Es ésta? -preguntó.

-Sí, supongo que sí -contestó riéndose Berta.

-He pasado un rato malísimo con el chofer de un taxi: tenía un aspecto de los más siniestros y no había forma de hacerlo parar. Cuando más tocaba en el cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante...

Al quitarse un inmenso pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta observó que sus calcetines también eran blancos. ¡Una combinación realmente encantadora!

-¡Debió ser horrible! -le dijo.

-Sí, verdaderamente lo fue -continuó Eddie siguiéndola al salón-. Yo me veía rodando hacia la eternidad en un taxi sin taxímetro.

A Norman Knight ya lo conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.

-¿Qué tal, Warren? ¿Cómo va esa comedia? -le preguntó, dejando caer el monóculo y concediendo a su ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el cristal.

La señora Knight también se acercó a él.

-¡Oh, señor Warren! Sus calcetines son preciosos.

-Celebro que le gusten -dijo mirándose los pies-. A la luz de la luna producen mucho mayor efecto. -Y volviendo su rostro delgado y triste hacia Berta, añadió-: Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?



Berta sintió ganas de gritar: "¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha frecuencia!" Verdaderamente, Warren era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante el fuego, con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:



-Pero, ¿dónde está el novio?

-Ahora llega.

Se oyó abrir y cerrar de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:

-¡Un saludo a todos! ¡Estaré listo dentro de cinco minutos!



Y subió corriendo la escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado. Harry sabía exprimir a la vida todo su sabor y Berta lo admiraba por ello. También sentía admiración hacia él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se le oponía una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando delante de personas que no lo conocían bien. Berta comprendía que este rasgo de su carácter lo ridiculizaba un tanto..., pues había momentos en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía. Hablando y riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.



-Estaba pensando si la señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros...

-No me extrañaría -dijo Harry-. ¿Tiene teléfono?

-Ahora llega un taxi. -Y Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras sus nuevas amigas constituían para ella un misterio-. Es una mujer que vive en los taxis.

-Engordará demasiado si tiene esta costumbre -repuso Harry tranquilamente, tocando el gong para la cena-. Y eso es un terrible peligro para las rubias.

-Harry, por favor -le suplicó Berta riendo.



Esperaron todavía un momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú de plata y una cinta también de plata, sujetando sus rubios cabellos. Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.



-¿Llego tarde? -preguntó.

-No, no, de ninguna manera -dijo Berta-. Venga. -Y, cogiéndola del brazo, la guió hasta el comedor.



¿Qué había en el contacto de su brazo frío que avivaba... que avivaba... y hacía arder aquel fuego de felicidad que Berta sentía en su interior sin saber cómo exteriorizarlo? La señorita Fulton no advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a cara. Sus espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para escuchar que para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado entre las dos la más íntima mirada y se hubiesen dicho la una a la otra: "¿Tú también?". Y Perla Fulton, mientras movía la sopa rojiza en el plato gris, sintió lo mismo. ¿Y los demás? Cara y Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras subían y bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas así:



-La conocí una noche de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía muy recortado el pelo, sino que parecía también haberse quitado trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su pobre nariz.

-¿No está muy ligada con Michael Oat?

-¿El autor de El amor con dentadura postiza?

-Ahora quiere escribir un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse. Expone primero todas las razones por las cuales debería hacerlo y a continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso momento en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación, cae el telón. Es una idea bastante buena.

-¿Cómo va a titularla? ¿Digestión pesada?

-Creo haber visto la misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en Inglaterra.



No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores...¡todos! Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes de una comedia de Anton Chejov. Harry estaba disfrutando con la comida. Formaba parte de su... no diremos exactamente, naturaleza, ni tampoco su actitud..., sino de su... algo... al hablar de los diversos platos y vanagloriarse de su "exagerada pasión por la carne blanca de la langosta" y "el verde de los helados de pistacho... tan verdes y fríos como los párpados de las danzarinas egipcias".



Cuando mirando a su esposa le dijo: "Berta, este soufflé es admirable", a ella le faltó poco para echarse a llorar de felicidad como una niña. ¡Oh! ¿Por qué sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era bueno, todo justo! Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante de su dicha hasta hacerla desbordarse. Y constantemente, en lo profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora debía ser todo de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton , que estaba acariciando una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir una extraña y débil luz. Lo que Berta no llegaba a comprender -y en ello estaba precisamente el milagro- era cómo había podido adivinar exactamente y en el instante preciso el pensamiento de la señorita Fulton , porque no tenía la más leve duda de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado? En casi nada; en menos que nada.



"Supongo que esto pasa alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre hombres -pensó Berta-. Tal vez mientras prepare el café en el salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha comprendido." En realidad no sabía lo que quería decir con esto. ¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después! Mientras pensaba de este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que hacerlo así porque no le era posible contener su alegría.



"Tengo que reírme -se dijo- , si no, me moriría."

Y cuando se dio cuenta de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote de su vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en las manos para no estallar en una carcajada.

Por fin terminaron de cenar.

-Vengan a ver mi nueva cafetera exprés -les dijo.

-Cada quince días tenemos una nueva -comentó Harry.

Esta vez fue Cara quien la cogió del brazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza ladeada. El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho "un nido de pequeños Fénix", como dijo Cara.

-No encienda todavía la luz. ¡Es tan bonito!- Y volvió a inclinarse cerca de las brasas. Siempre tenía frío. "Sin duda lo siento hoy porque no lleva su caquetita de lana roja", pensó Berta.

Y en aquel instante la señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.

-¿Tienen ustedes jardín? -preguntó con voz tranquila y soñadora.

Pronunció estas palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que obedecer. Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los anchos ventanales.

-¡Aquí está! -murmuró.



Y las dos mujeres juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama de una vela que se alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta tocar el borde de la luna plateada. ¿Cuánto tiempo estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel círculo de luz sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que estaban haciendo en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad que ardía en sus pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y de sus manos.



¿Estuvieron así una eternidad?... ¿un momento? La señorita Fulton murmuró:

-Sí, eso es -¿o soñó Berta que lo decía?

Luego alguien encendió la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:

-Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No quiero ocuparme de ella hasta que tenga novio-. Careto se quitó un momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo. Eddie Warren se tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia, como si al beber hubiera visto una araña.

-Lo que yo quiero es dar una oportunidad a los jóvenes -dijo Careto-. Creo que Londres está lleno de obras muy buenas, unas escritas y otras por escribir. A todos ellos quiero decirles: "Aquí hay un teatro; trabajen y adelante".

-¿No sabe usted, amigo -dijo la señora Knight-, que voy a decorar una habitación para los Jacob Narthan? Estoy tentada de llevar a la práctica una idea que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos de las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían bordadas unas lindas papas fritas haciendo dibujos.

-El inconveniente de nuestros jóvenes escritores -continuó Careto- es que aún son demasiado románticos. No es posible viajar por mar sin marearse y sin tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el valor de decir que ésta se necesita?

-Un poema horrible que trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un bosquecillo.

La señorita Fulton se sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos. Se puso delante de ella y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:

-¿Egipcios? ¿Turcos? ¿Virginia? Están todos mezclados.



Berta entonces comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino que le molestaba. Y comprendió también, por el modo en que la señorita Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía la percibía y ofendía... "¡Oh, Harry!" ¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y, además, ¿cómo es posible que te sientas tan alejado de una persona que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche", se dijo. Y con las últimas palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y este algo ciego y sonriente le susurró: "Pronto se marcharán todos. Se apagarán las luces, y tú y él se quedarán solos, metidos en la cama caliente, con el dormitorio a oscuras..."



Se levantó rápidamente de la silla y corrió hacia el piano.

-¡Es una lástima que nadie sepa tocar! -dijo alto-. ¡Una verdadera lástima!

Por primera vez en su vida, Berta Young deseaba a su marido. Antes sí, lo quería... estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras, no precisamente como ahora. Y también había comprendido que él era diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le había preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor importancia. Se trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su entender, esto era lo mejor de los modernos matrimonios. Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!...



-Querida mía -dijo la señora Knight-. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos víctimas del tiempo y del tren. Vivimos en Hampstead y debemos retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.

-Los acompañaré hasta el vestíbulo -dijo Berta-. No desearía que se marcharan aún, pero comprendo que no deben perder el último tren. ¡Es tan desagradable!, ¿verdad?

-Tome antes otro whisky, Knight -dijo Harry.

-No, gracias.

Como reconocimiento por esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.

-¡Adiós! ¡Buenas noches! -les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se despedía de ellos para siempre. Cuando volvió al salón, los demás se disponían también a marcharse.

-Usted podrá ir parte de su trayecto en mi taxi -dijo la señorita Fulton a Warren.

-Me alegra mucho. Así no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de esta tarde.

-Encontrarán una parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.

-¡Qué cómodo! Voy a ponerme el abrigo.

La señorita Fulton se dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se adelantó:

-Yo la acompañaré -dijo.



Berta comprendió que su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior... y dejó que fuera él. ¡Era a veces tan niño en su comportamiento... tan impulsivo... tan sencillo! Y Berta se quedó con Eddie junto al fuego.



-¿Ha leído el nuevo poema de Bilk Table d´Hote? -le preguntó Eddie lentamente-. ¡Es magnífico! Está en la última antología. ¿Tiene usted el volumen? Me gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente maravilloso: "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?"

-Sí -dijo Berta. Y se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la puerta, seguida de Eddie. Tomó el librito y se lo dio, sin que ni él ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.



Mientras Eddie buscaba la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo y vio a Harry con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de pronto el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente. Sus labios dijeron:



-Te adoro.

La señorita Fulton le puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le sonrió con su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus labios dibujaron una terrible mueca mientras decían en voz baja:

-¿Mañana?

Y la señorita Fulton , bajando los párpados, contestó:

-Sí.

-¡Aquí está! -exclamó Eddie-. "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?". Es completamente cierto. ¿No le parece? La sopa de tomate es desesperadamente eterna.

-Si lo desea -dijo Harry en el vestíbulo- puedo pedirle un taxi por teléfono.

-No es necesario -contestó la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos levísimos-. Adiós, y mil gracias.

-Adiós -dijo Berta.

La señorita Fulton le estrechó un poco más la mano.

-¡Su hermoso peral...! -murmuró.

Y se fue. Eddie la siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.

-Bueno, cerremos la tienda -dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.

"¡Su hermoso peral!...¡Su hermoso peral!..."

Berta corrió hacia la ventana.

-¿Qué va a pasar ahora? -gritó.


Y el peral alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que alargándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna.





La Mosca (The Fly) es un relato de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield, publicado en 1922 como parte de su antología El nido de la paloma y otras historias (The Dove's Nest and Other Stories)




Katherine Mansfield elige lo inevitable de la muerte, y la imposibilidad humana para aceptar este hecho (aceptación que de concretarse impediría el arte, por ejemplo) como elementos medulares del relato. Otros ven directamente en La Mosca una reacción natural ante los horrores de la primera guerra mundial.







La Mosca.

The Fly, Katherine Mansfield (1888-1923)





-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.



Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.



Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.



-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.



Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:



-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.



Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.



-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.



Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.



-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.

El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.

-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.

-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.



El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:



-¡Qué fuerte!

Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.

-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.



El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.



-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?

-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.

-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.



Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.



-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.



-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.



Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear. De pronto:



-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.

-Bien, señor.



La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...



Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?



Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».



Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.



Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así. En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.



Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.



Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.



Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.



-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.



El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.



-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.





Katherine Mansfield (1888-1923)












LA SEÑORITA BRILL

Señorita Brill (Miss Brill) es un relato de la escritora neocelandesa Katherine Mansfield, publicado en 1920.




La señorita Brill es una maestra inglesa residiendo en un ignoto pueblo de Francia. Allí, la protagonista absorbe el mundo como si fuese una puesta en escena, un teatro donde los actores ignoran su papel. Entonces llega un comentario cruel, algo que la sacude, y un llanto que ya no parece provenir del escenario, sino de sus propios ojos.



Resulta destacable el tratamiento de Mansfield sobre temas tan complejos como el aislamiento, lo ilusorio, el rechazo y la soledad; dentro de un contexto tan estructurado como lo es el relato breve.







Señorita Brill.

Miss Brill, Katherine Mansfield (1888-1923)





Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja -no se sabía de dónde, tal vez del cielo-. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo...! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario... ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste -no, no era exactamente triste- algo delicado parecía moverse en su pecho.



Aquella tarde había bastante gente paseando, bastante más que el domingo anterior. Y la orquesta sonaba más alegre y estruendosa. Había empezado la temporada. Y aunque la banda tocaba absolutamente todos los domingos, fuera de temporada nunca era lo mismo. Era como si tocasen sólo para un auditorio familiar; cuando no había extraños no les importaba mucho cómo tocaban. ¿Y no iba el director con una levita nueva? Habría jurado que era nueva. Frotó los pies y levantó ambos brazos como un gallo a punto de cantar, y los músicos, sentados en el quiosco verde, hincharon los carrillos y atacaron la partitura. Ahora hubo un fragmento de flauta -¡hermosísimo!-, como una cadenita de refulgentes notas. Estaba segura de que se repetiría. Y se repitió; la señorita Brill levantó la cabeza y sonrió.



Solo otras dos personas compartían su asiento «especial»: un anciano caballero con un abrigo de terciopelo, que apoyaba las manos en un enorme bastón tallado, y una robusta anciana, que se sentaba muy rígida, con un rollo de media sobre el delantal bordado. Pero no hablaban. Lo cual en cierto modo fue una desilusión, puesto que la señorita Brill siempre anhelaba un poco de conversación. Pensó que, en verdad, empezaba a tener bastante experiencia en escuchar haciendo ver que no escuchaba, en sentarse dentro de la vida de otra gente durante un instante, mientras los otros charlaban a su alrededor.



Miró de reojo a la pareja de ancianos. Quizá pronto se fuesen. El último domingo tampoco había resultado tan interesante como de costumbre. Un inglés con su esposa, él con un horripilante panamá y ella con botines. Y la mujer se había pasado todo el rato insistiendo en que debería llevar gafas; diciendo que notaba que las necesitaba; pero que de nada servía hacerse unas porque estaba segura de que se le iban a romper y de que no se le sujetarían bien. Y su marido se había mostrado tan paciente. Le había sugerido de todo: montura de oro, del tipo que se sujeta a las orejas, unas pequeñas almohadillas dentro del puente... Pero no, nada la satisfacía. «Seguro que siempre me resbalarían por la nariz.» La señorita Brill le habría propinado una buena azotaina con muchísimo gusto.



Los ancianos continuaban sentados en el banco, quietos como estatuas. No importaba, siempre había montones de gente a quien mirar. De un lado para otro, pasando frente a los arriates cuajados de flores, junto al templete de la orquesta, paseaban grupitos y parejas, se detenían a charlar, se saludaban, compraban un ramito de flores a un viejo pordiosero que tenía la canastilla colgada de la barandilla. Algunos niños corrían entre los grupos, empujándose y riendo; chiquillos con grandes lazos de seda blanca atados al cuello, y niñitas, muñequitas francesas, vestidas de terciopelo y puntillas. Y a veces algún pequeño que apenas caminaba aparecía tambaleándose entre los árboles, se detenía, miraba, y de pronto se dejaba caer sentado, ¡flop!, hasta que su mamaíta, calzada con altos tacones, corría a socorrerlo, como una clueca joven, regañándolo. Otros preferían sentarse en los bancos y en las sillas pintadas de verde, pero estos eran casi siempre los mismos un domingo tras otro y -tal como la señorita Brill había advertido a menudo- casi todos ellos tenían algún detalle curioso y divertido. Eran gente rara, silenciosa, en su mayoría ancianos y, por el modo como miraban, parecía que acabasen de salir de alguna habitacioncita oscura o incluso de... ¡de un armario! Detrás del quiosco se levantaban esbeltos árboles de hojas amarillentas que pendían hacia el suelo, y al fondo se divisaba el horizonte del mar, y más arriba el cielo azul con nubes veteadas de oro.



¡Tum-tum-tum, ta-ta-tararí, pachín, pachum, ta-ti-tirirí, pim, pum!, tocaba la banda.



Dos jovencitas vestidas de rojo pasaron junto a ella y fueron a encontrarse con dos soldados de uniforme azul, y juntos rieron, se aparejaron, y siguieron del brazo. Dos mujeres rollizas, con ridículos sombreros de paja, cruzaron con toda seriedad tirando de sendos borriquillos de hermoso pelaje gris ahumado. Una monja lívida y fría pasó apresuradamente. Una hermosísima mujer perdió su ramillete de violetas mientras se acercaba paseando, y un niñito corrió a devolvérselas, pero ella las tomó y las arrojó lejos, como si estuviesen envenenadas. ¡Vaya por Dios! ¡La señorita Brill no sabía si admirar o no aquel gesto! Y ahora se reunieron exactamente delante de ella una toca de armiño y un caballero vestido de gris. El hombre era alto, envarado, muy digno, y ella llevaba la toca de armiño que había comprado cuando tenía el pelo rubio. Pero ahora todo, el pelo, el rostro, los ojos, era del color de aquel ajado armiño, y su mano, enfundada en un guante varias veces lavado, subió hasta tocarse los labios, y era una patita amarillenta. ¡Oh, estaba tan contenta de volver a verlo... estaba encantada! Había tenido el presentimiento de que iba a encontrarlo aquella tarde. Describió dónde había estado: un poco por todas partes, aquí y allí, y en el mar. Hacía un día maravilloso, ¿no le parecía? ¿Y no le parecía que quizá podían...? Pero él negó con la cabeza, encendió un cigarrillo, y soltó despacio una gran bocanada de humo al rostro de ella, y mientras la mujer continuaba hablando y riendo, apagó la cerilla y siguió caminando. La toca de armiño se quedó sola; y sonrió aún con mayor alegría. Pero incluso la banda pareció adivinar sus sentimientos y se puso a tocar con mayor dulzura, suavemente, mientras el tambor redoblaba repitiendo: «¡Qué bruto! ¡Qué bruto!». ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sucedería ahora? Pero mientras la señorita Brill se planteaba estas preguntas la toca de armiño se giró, levantó una mano, como si hubiese visto a algún conocido, a alguien mucho más agradable, por aquel lado, y se dirigió hacia allí. Y la banda volvió a cambiar de música y se puso a tocar a un ritmo más vivo, mucho más alegre, y el anciano matrimonio sentado al lado de la señorita Brill se levantó y desapareció, y un viejo divertidísimo con largas patillas que avanzaba al compás de la música estuvo a punto de caer al tropezar con cuatro muchachas que venían cogidas del brazo.



¡Oh, qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro. Igualito que en el teatro. ¿Quién habría adivinado que el cielo del fondo no estaba pintado? Pero hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que hacía que todo fuese tan excitante. Todos se hallaban sobre un escenario. No era simplemente el público, la gente que miraba; no, también estaban actuando. Incluso ella tenía un papel, por eso acudía todos los domingos. No le cabía la menor duda de que si hubiese faltado algún día alguien habría advertido su ausencia; después de todo ella también era parte de aquella representación. ¡Qué raro que no se le hubiese ocurrido hasta entonces! Y, sin embargo, eso explicaba por qué tenía tanto interés en salir de casa siempre a la misma hora, todos los domingos, para no llegar tarde a la función, y también explicaba por qué tenía aquella sensación de rara timidez frente a sus alumnos de inglés, y no le gustaba contarles qué hacía durante las tardes de los domingos. ¡Ahora lo comprendía! La señorita Brill estuvo a punto de echarse a reír en alto. Iba al teatro. Pensó en aquel anciano caballero inválido a quien le leía en voz alta el periódico cuatro tardes por semana mientras él dormía apaciblemente en el jardín. Ya se había acostumbrado a ver su frágil cabeza descansando en el cojín de algodón, los ojos hundidos, la boca entreabierta y la nariz respingona. Si hubiese muerto habría tardado semanas en descubrirlo; y no le hubiera importado. ¡De pronto el anciano había comprendido que quien le leía el periódico era una actriz. «¡Una actriz!» Su vieja cabeza se incorporó; dos luceritos refulgieron en el fondo de sus pupilas. «Actriz..., usted es actriz, ¿verdad?», y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el libreto con su parte y respondió amablemente: «Sí, he sido actriz durante mucho tiempo».



La orquesta había hecho un intermedio, y ahora retomaba el programa. Las piezas que tocaban eran cálidas, soleadas, y, sin embargo, contenían un algo frío -¿qué podía ser?-; no, no era tristeza -algo que hacía que a una le entrasen ganas de cantar-. La melodía se elevaba más y más, brillaba la luz; y a la señorita Brill le pareció que dentro de unos instantes todos, toda la gente que se había congregado en el parque, se pondrían a cantar. Los jóvenes, los que reían mientras paseaban, empezarían primero, y luego les seguirían las voces de los hombres, resueltas y valientes. Y después ella, y los otros que ocupaban los bancos, también se sumarían con una especie de acompañamiento, con una leve melodía, algo que apenas se levantaría y volvería a dulcificarse, algo tan hermoso... emotivo... Los ojos de la señorita Brill se inundaron de lárimas y contempló sonriente a los otros miembros de la compañía. «Sí, comprendemos, lo comprendemos», pensó, aunque no estaba segura de qué era lo que comprendían.



Precisamente en aquel instante un muchacho y una chica tomaron asiento en el lugar que había ocupado el anciano matrimonio. Iban espléndidamente vestidos; estaban enamorados. El héroe y la heroína, naturalmente, que acababan de bajar del yate del padre de él. Y mientras continuaba cantando aquella inaudible melodía, mientras continuaba con su arrobada sonrisa, la señorita Brill se dispuso a escuchar.



-No, ahora no -dijo la muchacha-. No, aquí no puedo.

-Pero ¿por qué? ¿No será por esa vieja estúpida que está sentada ahí? -preguntó el chico-. No sé para qué demonios viene aquí, si no la debe querer nadie. ¿Por qué no se quedará en su casa con esa cara de zoqueta?

-Lo más di... divertido es esa piel -rió la muchacha-. Parece una pescadilla frita.

-Bah, ¡déjala! -susurró el chico enojado-. Dime, ma petite chère...

-No, aquí no -dijo ella-. Todavía no.



Camino de casa acostumbraba a comprar un trocito de pastel de miel en la pastelería. Era su extra de los domingos. A veces le tocaba un trocito con almendra, otras no. Aunque entre uno y otro existía una gran diferencia. Si tenía almendra era como volver a casa con un pequeño regalo -con una sorpresa-, con algo que habría podido dejar de estar allí perfectamente. Los domingos que le tocaba una almendra corría a su casa y ponía el agua a hervir precipitadamente. Pero hoy pasó por la pastelería sin entrar y subió la escalera de su casa, entró en el cuartucho oscuro -su aposento, que parecía un armario- y se sentó en el edredón rojo. Estuvo allí sentada durante largo rato. La caja de la que había sacado la piel todavía estaba sobre la cama. Desató rápidamente la tapa; y rápidamente, sin mirar, volvió a guardarla. Pero cuando volvió a colocar la tapa le pareció oír un ligero sollozo.