viernes, 16 de octubre de 2009

4 PRECIOSOS RELATOS DE VIRGINIA WOLF


La muerte de la polilla (The Death of the Moth) es un ensayo de la escritora inglesa Virginia Woolf, publicado dentro de la obra del mismo nombre en 1942.




Este ensayo de Virginia Woolf, cuyo estilo resulta incomprensible para las letras hispánicas pero de enorme tradición en la literatura inglesa, es una exploración fantástica sobre el sentido de la vida y la muerte.



Mencionamos este estilo de ensayo inglés precisamente porque no tiene nada de convencional. Lejos de lo académico, de la estructura lineal del ensayo rígido, Virginia Woolf construye sobre eventos cotidianos, y desde allí eleva sus consideraciones hacia otros espacios, a menudo, sorprendentes.







La Muerte de la Polilla.

The Death of the Moth, Virginia Woolf (1882-1941)





No es propio llamar polillas a las que vuelan durante el día. No estimulan en nosotros esa placentera sensación de noches veraniegas oscuras y de hiedra en floración que la variedad más común, de alas secundarias amarillas y que duerme a la sombra de la cortina, nunca deja de provocarnos. Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como las de su propia especie. No obstante ello, el espécimen presente, con sus estrechas alas color paja, orladas con borlas del mismo color, parecía satisfecha con la vida. Era una mañana placentera a mediados de septiembre, suave, benigna y sin embargo con un aire más nítido que el de los meses de verano. El arado dejaba ya surcos en el campo frontero a la ventana y allí donde la reja había estado la tierra quedaba plana y brillaba de humedad. Tal vigor llegaba de los campos y de las colinas lejanas, que era difícil la exigencia de mantener los ojos sobre el libro. También las cornejas se dedicaban a una de sus festividades anuales; planeando sobre las copas de los árboles hasta simular que una red vasta, hecha con miles de nudos negros, había sido lanzada al aire; la cual, tras algunos momentos, se hundía lentamente en los árboles, hasta que cada rama parecía tener un nudo negro en la punta. Mas de pronto la red era lanzada al aire de nuevo, en un círculo mayor ahora, en medio de un clamor y una vociferación extremos, como si el verse lanzado al aire y vuelto con lentitud a las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente excitante.



La misma energía que inspiraba a las cornejas, a los labriegos, a los caballos e incluso, se diría, a las leves colinas desnudas, enviaba a la polilla, en plena agitación, de un lado al otro del cuadrado formado por el panel de la ventana. Era imposible no observarla. Se estaba, de hecho, consciente de un extraño sentimiento de piedad por ella. Esa mañana las posibilidades de gozo parecían tan enormes y tan variadas, que sólo tener en la vida el papel de polilla, y encima de una polilla diurna, sonaba a un destino duro, como patético era su celo de disfrutar en plenitud esas magras oportunidades. Volaba con energía hasta una esquina de su compartimento y, tras aguardar allí un segundo, hacia la opuesta. ¿Qué le quedaba sino volar hasta la tercera esquina y luego la cuarta? Era lo único que podía hacer a pesar del tamaño de las colinas, la anchura del cielo, el humo lejano de las casas y, de vez en cuando, la voz romántica de un vapor allá en el mar. Lo que podía hacer lo hacía. Observándola, se diría que una fibra, muy delgada pero muy pura, de la enorme energía del mundo había sido introducida en ese cuerpo débil y diminuto. Tan a menudo como ella cruzaba el panel podía yo imaginar que se hacía visible un hilo de la luz vital. Era apenas o solamente vida.



Sin embargo, por ser una forma tan pequeña y tan sencilla de la energía que se iba introduciendo por la ventana abierta y forzando su curso por tantos corredores estrechos e intrincados de mi cerebro y del de otros seres humanos, algo había en ella de maravilloso y a la vez patético. Es como si alguien hubiera tomado un abalorio de pura vida para dotarlo, del modo más ligero posible, de vello y plumas, poniéndolo a danzar y a zigzaguear para mostrarnos la verdadera naturaleza de la vida. Así expuesto, era imposible olvidar la maravilla de todo aquello. Se es proclive a olvidarse de la vida, viéndola encorvada y dominada y aderezada y oprimida de modo tal que ha de moverse con la mayor circunspección y dignidad. Uña vez más, la idea de todo lo que esa vida pudiera haber sido de nacer con cualquier otra forma, nos hace ver con una especie de piedad sus sencillas actividades.



Al cabo de un tiempo, al parecer cansada de sus danzas, se posó en el borde de la ventana, al sol. Habiendo terminado el curioso espectáculo, me fui olvidando de ella. Luego, cuando levanté la vista, atrajo mi mirada. Intentaba reanudar su baile, pero parecía tan rígida o tan torpe que sólo pudo aletear hasta la base del panel. Y en el intento de cruzarlo de un vuelo, fracasó. Ocupada en otras cuestiones, por un tiempo observé aquellos intentos fútiles sin pensar, esperando inconscientemente que la polilla reasumiera su vuelo, tal como se aguarda que una máquina, detenida por un momento, arranque de nuevo sin buscarle la razón del fallo. Al cabo de tal vez siete intentos, resbaló del borde de madera y cayó, con un revoloteo de alas, de espaldas en el antepecho de la ventana. El desamparo de su actitud me alertó. De pronto me vino la idea de que estaba en dificultades, de que ya no podía levantarse, de que sus patas luchaban en vano. Pero cuando acerqué el lápiz pensando en ayudarla a enderezarse, comprendí que ese fracaso y esa torpeza eran el acercamiento de la muerte. Abandoné el lápiz.



Las patas se agitaron una vez más. Miré como buscando al enemigo contra el cual la polilla luchaba. Miré hacia el exterior. ¿Qué había ocurrido allí? Presumiblemente era mediodía y toda labor había cesado en los campos. Calma y silencio reemplazaban a la animación anterior. Los pájaros se habían alejado, para alimentarse en los arroyos. Los caballos estaban inmóviles. Sin embargo y pese a todo allí fuera estaba el poder, masivo, indiferente, impersonal, sin prestar atención a nada en lo particular. Por alguna razón opuesto a la pequeña polilla color paja. Era inútil intentar algo. No quedaba sino observar los esfuerzos extraordinarios hechos por aquellas patas diminutas contra un destino cercano que podía, de proponérselo, sumergir una ciudad entera y no sólo una ciudad sino masas de seres humanos. Nada, lo sabía, tenía oportunidad alguna contra la muerte. No obstante, tras una pausa de agotamiento, las patas volvieron a estremecerse. Esta protesta última era soberbia; y tan frenética, que la polilla consiguió al fin enderezarse. Desde luego, nuestras simpatías estaban todas con la vida. Además, no habiendo nadie que se preocupara o se interesara, este esfuerzo gigantesco por parte de una polilla insignificante y en contra de un poder de tal magnitud, para conservar lo que nadie más valoraba o deseaba, conmovía de un modo extraño. De nuevo, de alguna manera, veíamos vida, un puro abalorio. Levanté el lápiz una vez más, incluso sabiéndolo inútil. Pero según lo hacía, asomaron las señales inequívocas de la muerte. El cuerpo se relajó para en un instante quedar rígido. La lucha había terminado. Aquella criatura pequeña e insignificante conocía ya la muerte. Al mirar esa polilla muerta, me llenó de asombro este diminuto triunfo marginal de una fuerza tan grande en contra de un antagonista así de menor. Tal y como la existencia había sido extraña unos minutos antes, extraña era en este momento la muerte. La polilla, habiéndose enderezado, yacía ahora en un sosiego de lo más decente y resignado. Ah sí, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.





Virginia Woolf (1882-1941)






Una habitación propia (A Room of One's Own) es un ensayo de la escritora inglesa Virginia Woolf, publicado en 1929. Se trata de un análisis sobre el rol de la mujer en la literatura, y de los obstáculos, a menudo misteriosos, que impidieron el desarrollo de las letras femeninas en la ficción.



Virginia Woolf golpea de lleno en estas razones, declarando que las condiciones sociales donde se desarrolla la mujer anestesian de algún modo sus facultades literarias. El feminismo, con su indeseable cuota de ismo, influyó ciertamente en este ensayo, pero de ningún modo determina las variantes que Woolf explora.



A título personal, considero que Una habitación propia es una de las obras más brillantes y persuasivas de Virginia Woolf, y un paso inevitable para todos los que se interesen seriamente por la literatura.



Hemos incluido apenas dos capítulos de Una habitación propia, los que consideramos más importantes, separados en dos partes.







Una habitación propia.

A Room of One's Own, Virginia Woolf (1882-1941)





Fue decepcionante no haber traído de regreso, aquella velada, alguna afirmación importante, algún hecho auténtico. Las mujeres son más pobres que los hombres por esto y aquello. Tal vez ahora sería mejor renunciar a la busca de la verdad, para recibir en la cabeza una avalancha de opiniones caliente como lava, descolorida como agua tras el lavado. Sería hacer descender el telón, dejar fuera las distracciones, encender la lámpara, estrechar la investigación y pedir al historiador, quien no registra opiniones sino hechos, que describa las condiciones en las cuales vivían las mujeres, aunque no en todas las épocas sino en Inglaterra cuando, digamos, el reinado de Isabel.



Porque es un acertijo perenne la causa de que ninguna mujer escribiera una sola palabra de esa literatura extraordinaria cuando se diría que uno de cada dos hombres era capaz de componer una canción o un soneto. ¿En qué condiciones vivían las mujeres? me pregunté. Porque la ficción, es decir la obra de imaginación, no es lanzada contra el suelo como un guijarro, lo que tal vez sí ocurre con la ciencia; la ficción es como la tela de una araña, acaso sostenida del modo más ligero imaginable, y sin embargo sostenida de la vida por los cuatro costados. A veces tal vinculación es apenas perceptible. Las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen colgar de allí por sí mismas, sin ayuda alguna. Pero cuando se tuerce la tela, cuando se la levanta por una orilla, se la rasga por el medio, recordamos que esas telas de araña no las tejen en medio del aire criaturas incorpóreas, sino que son la obra de seres humanos que sufren y están atados a cosas groseramente humanas, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos.



Así pues, me acerqué al anaquel donde están los libros de historia y saqué uno de los más recientes, la History of England (Historia de Inglaterra), del profesor Trevelyan. Una vez más busqué en el índice la entrada Mujeres, encontré "posición de las" y fui a las páginas indicadas. "Golpear a la esposa", leí, "era un derecho que se le reconocía al hombre, y lo practicaban sin avergonzarse los de la clase alta y los de la clase baja... De modo parecido", continúa el historiador, "la hija que se rehusaba a casarse con el caballero elegido por los padres, corría el riesgo de que se la encerrara, se la golpeara, se la arrastrara por la habitación sin que la opinión pública sufriera choque alguno. El matrimonio no era cuestión de afectos personales, sino de avaricia familiar, sobre todo en las clases altas 'caballerescas'... A menudo el compromiso ocurría cuando uno o los dos participantes estaban en la cuna y el matrimonio cuando apenas dejaban el cuidado de las ayas". Esto sucedía hacia 1470, poco después de la época de Chaucer. La siguiente referencia a la posición de las mujeres ocurre unos doscientos años más tarde, en tiempo de los Estuardos. "Seguía siendo la excepción que las mujeres de clase alta y media eligieran sus maridos y, una vez asignado el esposo, se volvía dueño y señor; al menos hasta donde la ley y la costumbre lo permitían. Pese a todo esto", concluye el profesor Trevelyan, "ni las mujeres de Shakespeare ni aquellas de las memorias auténticas del siglo XVII, como las Verney y las Hutchinson, parecen ayunas de personalidad y de carácter". De cierto que, si lo pensamos, Cleopatra debe haber sabido manejarse: es de suponer que lady Macbeth tenía voluntad propia; es de pensar que Rosalind era una chica atractiva. El profesor Trevelyan tan sólo expresa la verdad cuando subraya que las mujeres de Shakespeare no parecen ayunas de personalidad y carácter. Al no serse historiador, podría irse incluso más lejos y decir que desde el inicio de los tiempos las mujeres han ardido como faros en todas las obras de todos los poetas: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, lady Macbeth, Fedra, Cresida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre aquellas del teatro; entre los escritores de prosa, Millamant, Clarissa, Becky Sharp, Ana Karénina, Emma Bovary, Madame de Guermantes. Los nombres se acumulan en la mente y no recuerdan a mujeres "ayunas de personalidad y de carácter". A decir verdad, si la mujer sólo tuviera existencia en la ficción escrita por hombres, se la imaginaría una persona de la mayor importancia; muy variada; heroica y vil; espléndida y sórdida; infinitamente bella y horrible al extremo; tan grande como un hombre y algunos pensarían que incluso más. Pero aquí se trata de la mujer en la ficción. De hecho, como lo señala el profesor Trevelyan, se la encerraba, golpeaba y arrastraba por la habitación.



De esta manera, surge un ser muy extraño y mixto. En la imaginación es de la mayor importancia; en la práctica, del todo insignificante. Impregna la poesía de pasta a pasta; apenas si aparece en la historia. En la ficción domina la vida de reyes y conquistadores; en la realidad era esclava de cualquier muchacho cuyos padres le forzaran un anillo en el dedo. En la literatura brotaron de sus labios algunas de las palabras más inspiradas, algunos de los pensamientos más profundos; en la vida real apenas sabía leer, difícilmente escribía y era propiedad del marido.



De cierto que era un monstruo extraño el que se creaba leyendo primero a los historiadores y luego a los poetas: un gusano alado como águila; el espíritu de la vida y la belleza picando tocino en la cocina. Pero esos monstruos, no importa cuan entretenidos en la imaginación, no existen en el mundo de los hechos. Lo que debe hacerse para darles vida es pensar poética y prosaicamente en el mismo instante, para así mantener el contacto con los hechos: que se trata de la señora Martin, de treinta y seis años, vestida de azul, con sombrero negro y zapatos cafés. Mas sin perder de vista la ficción: se trata de una vasija en el cual todo tipo de espíritus y fuerzas luchan y destellan perpetuamente. Pero sucede que en el momento mismo de intentar aplicar este método a la mujer isabelina, falla uno de los ángulos de iluminación; nos frena la escasez de datos. De esta mujer nada detallado sabemos, nada que sea totalmente cierto y substancial. La historia apenas la menciona. Una vez más fui al profesor Trevelyan, para ver qué entendía él por historia. Al mirar los nombres de los capítulos, descubrí que significaba:



"La finca solariega y los métodos de agricultura a campo abierto... Los cistercienses y la cría de ovejas... Las Cruzadas... La universidad... La Cámara de los Comunes... La Guerra de los Cien Años... Las Guerras de las Rosas... Los eruditos del Renacimiento... La disolución de los monasterios... La lucha agraria y la religiosa... Los orígenes del poder marinero de Inglaterra... La Armada..." y etc. etc. Ocasionalmente se menciona alguna mujer en lo individual, una Isabel o una María; una reina o una gran dama. Pero las mujeres clase media, que sólo disponían de cerebro y de carácter, por ningún medio posible habrían conseguido participar en alguno de los grandes movimientos que, sumados, constituyen la visión que el historiador tiene del pasado. Tampoco la encontraremos en ninguna colección de anécdotas. Aubrey apenas la menciona. Nunca escribe sobre la vida propia y rara vez mantiene un diario; sólo existe un puñado de sus cartas. No dejó obras de teatro o poemas con qué juzgarla. Lo que se está necesitando —¿y por qué no la aporta algún estudioso brillante de Newnham o Girton?- es una masa de información: ¿a qué edad se casaba, cuántos hijos tenía como regla, poseía habitación propia, se encargaba del cocinado, había posibilidades de que tuviera una sirvienta? Es de presumir que tales datos se encuentran en algún sitio, en los registros parroquiales y en los libros de contabilidad; es de creer que la vida de la mujer isabelina promedio está dispersa por algún sitio y de reunírsela se podría escribir un libro sobre ella. Es una ambición que supera mi atrevimiento, pensé mientras buscaba en los estantes libros que allí no estaban, para sugerir a los eruditos de esos colegios famosos que debieran reescribir la historia, aunque reconozco que a veces parece un tanto extraña tal como existe, irreal, desequilibrada. Más ¿por qué no agregarle un suplemento? Poniéndole, desde luego, algún nombre inconspicuo, de modo que en ella figuren las mujeres sin falta de decoro.



Porque a menudo se tiene un asomo de ellas en las vidas de los grandes, haciendo la limpieza allá al fondo, ocultando, me parece en ocasiones, un guiño, una risa, acaso una lágrima. Después de todo, tenemos más que suficientes vidas de Jane Austen y no parece necesario volver a examinar la influencia de las tragedias de Joanna Baillie en la poesía de Edgar Allan Poe; en cuanto a mí, no me importaría que las casas y los cotos de Mary Russell Mitford quedaran cerrados al público un siglo por lo menos. Pero lo que me resultaba deplorable, continué, volviendo a examinar los estantes, es que nada se sabe de la mujer antes del siglo XVIII. No tengo en la mente modelo alguno al que mirar desde este o de aquel ángulo. Aquí estoy, preguntando por qué las mujeres no escribieron poesía en la época isabelina, cuando no estoy segura de que tuvieran una educación, si se las enseñaba a escribir, si disponían de una sala para ellas solas, cuántas mujeres tenían hijos antes de los veintiuno; en pocas palabras, qué hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche. Es obvio que no tenían dinero; de acuerdo con el profesor Trevelyan, les gustara o no se las casaba antes de que dejaran la adolescencia, seguramente a los quince o dieciséis años. Habría sido sumamente extraño, incluso dada esta exposición, que una de ellas hubiera I escrito de pronto las obras de Shakespeare, concluí, y pensé en aquel anciano caballero, ya muerto pero que fue obispo, creo, quien declaró que a cualquier mujer, pasada, presente o por venir, le era imposible tener el genio de Shakespeare. Escribió sobre esto a los periódicos. También dijo a una dama que acudió a él en busca de información, que de hecho los gatos no van al cielo aunque, agregó, tienen una especie de alma. ¡Cuántas meditaciones solían ahorrarnos esos ancianos caballeros! ¡Cómo se reducen las fronteras de la ignorancia cuando ellos se acercan! Los gatos no van al cielo. Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare.



Sea como fuere, no pude evitar el pensamiento mientras miraba las obras de Shakespeare en el estante, el obispo tenía razón al menos en esto: habría sido imposible -completa y totalmente imposible que mujer alguna hubiera escrito las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare. Permítaseme imaginar, ya que es tan difícil hacerse de datos, lo que habría sucedido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada de nombre, digamos, Judith. El propio Shakespeare fue, muy probablemente -ya que su madre era una heredera—, a la escuela elemental, donde pudo tal vez aprender latín -Ovidio, Virgilio y Horacio- y los fundamentos de gramática y de lógica. Se sabe bien que fue un muchacho alocado, que cazaba conejos furtivamente, que tal vez haya matado un ciervo y que, más bien antes de lo debido, se había casado con una mujer del rumbo, quien le dio un hijo un tanto antes de lo correcto. Esa travesura lo hizo buscar fortuna en Londres. Al parecer, tenía gusto por el teatro, y comenzó cuidando caballos a la puerta de actores. Pronto consiguió trabajo en el teatro, llegó a ser un actor famoso y vivió en el centro del universo, pues se cruzaba con todo mundo, a todo mundo conocía, practicaba su arte en el escenario, ejercía su ingenio en las calles e incluso tenía acceso al palacio de la reina. Mientras tanto su extraordinariamente dotada hermana permanecía, supongamos, en casa. Se mostraba tan aventurera, tan llena de imaginación, tan inquieta por ver el mundo como él. Pero no la enviaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender gramática y lógica y, menos aún, de leer a Horacio y Virgilio. De vez en cuando tomaba un libro, tal vez uno de los de su hermano, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces aparecían los padres y le decían que remendara las medias o cuidara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. De seguro hablaron con rigor aunque amables, pues eran gente de medios que conocían las condiciones de vida de una mujer y amaban a la hija; de hecho, lo más probable es que ésta fuera la consentida del padre. Tal vez a escondidas haya garabateado algunas páginas en el desván de las manzanas, pero teniendo el cuidado de esconderlas o quemarlas. Sin embargo pronto, antes de salir de la adolescencia, se la comprometía con el hijo de un negociante en lanas vecino. Gritaba que el matrimonio le resultaba odioso y, a causa de esto, el padre la golpeaba severamente. Luego, cesaba de regañarla. En lugar de eso, le rogaba que no lo lastimara, que no lo dejara en vergüenza en cuestiones de matrimonio. Le daría, afirmaba, un collar de abalorios o una falda fina. Todo esto con lágrimas en los ojos. ¿Cómo desobedecerlo? ¿Cómo romperle el corazón? La mera fuerza de su don la llevó a hacerlo. Una noche de verano preparó un bulto pequeño con sus pertenencias, se deslizó por una cuerda y tomó el camino hacia Londres. No llegaba a los diecisiete. Las aves que cantaban en los setos no eran más musicales que ella. Poseía, don igual al del hermano, la pronta disposición al sonido de las palabras. Como él, tenía gusto por el teatro. Se detuvo ante la entrada de artistas; quería actuar, dijo. Los hombres se rieron en su cara. El administrador -un hombre gordo de labios colgantes- se carcajeó. Berreó algo acerca del baile y los perritos falderos y la actuación y las mujeres. No había la menor posibilidad, dijo, de que una mujer fuera actriz. Insinuó... ya se imaginarán qué. A ella no le era posible adiestrarse en el oficio. ¿Le era posible, incluso, buscar cena en una taberna o pasear por las calles a medianoche? Pero su genio era para la ficción y anhelaba nutrirse en abundancia con las vidas de hombres y mujeres y con el estudio de sus costumbres. Por fin -porque era muy joven y tenía un curioso parecido con Shakespeare en el rostro, los mismos ojos grises, la misma frente abombada-, por fin Nick Greene, el administrador-actor, tuvo lástima de ella; así, se vio encinta de tal caballero y entonces -¿quién medirá el calor y la violencia en el corazón de un poeta cuando se ve preso y enredado en el cuerpo de una mujer?-- se mató una noche de invierno y yace enterrada en algún cruce de caminos donde hoy día los autobuses se detienen frente al Elephant and Castle.



Así, poco más o menos, transcurriría la historia, pienso, si en los días de Shakespeare una mujer hubiera tenido el genio de éste. Pero en cuanto a mí, estoy de acuerdo con el obispo muerto, si obispo era: es impensable que en época de Shakespeare una mujer hubiera tenido el genio de Shakespeare. Porque un genio como el de Shakespeare no nace entre gente trabajadora, ineducada y servil. No nació en Inglaterra entre los sajones y los britanos. No nace hoy de las clases trabajadoras. ¿Cómo podía haber nacido entonces entre mujeres cuyas labores comenzaban, de acuerdo con el profesor Trevelyan, casi antes de dejar los cuidados del aya, pues las forzaban a ello los padres y a ello se veían sujetas por todo el poder de la ley y la costumbre? Sin embargo, algún tipo de genio debe haber existido entre las mujeres, como debe haber existido en las clases trabajadoras. De vez en cuando una Emily Brontë o un Robert Burns surgen como un flamazo y certifican su presencia. Pero es seguro que nunca llegaron a ser noticia impresa. Sin embargo, cuando leemos del ahogamiento de una bruja, de una mujer poseída por el demonio, de una curandera que vende hierbas o incluso de un hombre muy notable cuya madre se menciona, pienso que estamos ante las huellas de una novelista perdida, de una poeta suprimida, de una Jane Austen muda y oscura, de alguna Emily Brontë que se deshizo los sesos en el páramo o que trajinaba y sufría por los caminos, enloquecida por las torturas a que la sujetaba su genio. Me aventuro a suponer que Anon, quien escribió tantos poemas sin firmarlos, fue a menudo una mujer. Fue Edward Fitzgerald quien sugirió, creo, que una mujer compuso las baladas y las coplas, canturreándolas a los hijos, entreteniendo con ellas el cardado de lana o la extensión de las noches invernales.



Esto puede ser cierto o puede ser falso -¿cómo saberlo?-, pero lo que tiene de verdadero, me parece, tras revisar la historia de la hermana de Shakespeare como lo he hecho, es que cualquier mujer nacida en el siglo XVI con un gran don de seguro habría enloquecido, se habría suicidado o habría terminado sus días en alguna cabaña solitaria en las afueras del pueblo, mitad bruja y mitad curandera, temida y befada. Porque no se necesita mucha habilidad psicológica para estar seguro de que una chica sumamente dotada, quien hubiera intentado emplear ese don en la poesía, se habría visto tan frustrada y tan impedida por otras personas, tan torturada y tan dividida por sus instintos en oposición, que de seguro habría perdido la salud y la cordura. Ninguna muchacha habría caminado hasta Londres, permanecido ante la entrada de artistas, forzado su paso hasta la presencia de los administradores-actores sin hacerse violencia y sin sufrir una angustia que acaso hubieran sido irracionales -pues la castidad pudiera ser un fetiche inventado por ciertas sociedades por razones oscuras- pero no por ello menos inevitables. Entonces, e incluso ahora, la castidad era de importancia religiosa en la vida de una mujer, y se la ha disfrazado de tal manera con nervios e instintos que el liberarla y sacarla a la luz del día exige un valor fuera de serie. Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla. De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada, por salir de una imaginación violentada y mórbida. Y sin duda, pensé mirando el estante donde no hay dramas escritos por mujeres, su obra habría aparecido en forma anónima. Es seguro que habría buscado ese refugio. El vestigio de tal sentido de la castidad dictaba el anonimato a las mujeres incluso muy entrado ya el siglo XIX. Currer Bell, George Eliot, George Sand, todas las víctimas de una lucha interior, como lo prueban sus escritos, buscaron sin resultados ocultarse por medio de un nombre masculino. De esta manera, rindieron homenaje a la convención, que si bien no la implantó el sexo opuesto sí la fomentó liberalmente (la principal gloria de una mujer es que no se hable de ella, dijo Pericles, hombre del que mucho se habló): La publicidad en la mujer es detestable. El anonimato corre por sus venas.



Sigue poseyéndolas el deseo de quedar ocultas. Incluso ahora les preocupa menos que a los hombres la salud de su fama y, hablando en general, pasarán por una lápida o una señal de camino sin sentir el deseo irresistible de grabar allí su nombre, como sí lo harán Alf, Bert o Chas en obediencia a sus instintos, que le harán murmurar si ve a una mujer agradable o incluso a un perro: Ce chien est a moi. Desde luego, puede no tratarse de un perro, pensé, recordando Parliament Square, el Sieges Allee y otras avenidas; puede tratarse de un pedazo de tierra o de un hombre con rizos negros. Una de las grandes ventajas de ser mujer es que se puede pasar incluso ante una negra muy fina sin desear transformarla en inglesa.



Así, esa mujer, nacida en el siglo XVI con el don de la poesía, era una mujer infeliz, una mujer en lucha contra sí misma. Todas las condiciones de su vida, todos sus instintos, eran hostiles al estado mental que se necesita para liberar aquello que está en el cerebro. Pero, pregunté, ¿cuál es el estado mental más propicio al acto de la creación? ¿Puede uno hacerse de alguna noción sobre el estado que estimula y hace posible esa extraña actividad? Aquí abrí el volumen con las tragedias de Shakespeare. ¿En qué estado mental se encontraba Shakespeare cuando, por ejemplo, escribió Lear y Antony and Cleopatra (Marco Antonio y Cleopatra)? De cierto que era el estado mental más favorable a la poesía que haya existido nunca. Pero Shakespeare nada dice al respecto. Sabemos de casualidad y por azar que "nunca estropeó un verso". De hecho, nada dijo artista alguno sobre su estado mental hasta, quizás, el siglo XVIII. Tal vez Rousseau lo iniciara. De cualquier manera, para el siglo XIX la conciencia de sí mismo se había desarrollado tanto, que era hábito en los hombres de letras describir sus mentes en confesiones y autobiografías. También se escribía sobre sus vidas y, ya muertos, se publicaban sus cartas. Así, aunque no sabemos por lo que pasó Shakespeare al escribir Lear, sí sabemos por lo que pasó Carlyle al escribir French Revolution (La revolución francesa); por lo que pasó Flaubert al escribir Madame Bovary, por lo que pasaba Keats cuando intentó escribir poesía luchando contra la llegada de la muerte y la indiferencia del mundo.



Y se deduce de esa enorme literatura moderna confesional y de autoanálisis que escribir una obra de genio es, casi siempre, una proeza de dificultad prodigiosa. Todo se opone a la posibilidad de que surja de la mente del escritor íntegra y completa. Por lo general están en su contra circunstancias materiales. Los perros ladran, la gente interrumpe, es necesario ganar dinero, la salud falla. Más aún, para acentuar todas esas dificultades y volverlas más duras de soportar, está la notoria indiferencia del mundo. No le pide a la gente que escriba poemas y novelas e historias; no las necesita. No le importa si Flaubert halla la palabra adecuada o si Carlyle verifica escrupulosamente este o aquel hecho. Claro, no pagará por lo que no desea. De esta manera el escritor -Keats, Flaubert, Carlyle- sufre, en especial en los años creadores de la juventud, toda suerte de distracción y descorazonamiento. De esos libros de análisis y confesión brota una maldición, un grito de agonía. "Poetas poderosos en su miseria muertos": tal es la caiga de su canción. Si algo se consigue a pesar de todo esto, se trata de un milagro; es probable que ningún libro nazca como se lo concibió: completo y sin mutilaciones.



Mas para las mujeres, pensé mirando a los estantes vacíos, esas dificultades eran infinitamente más formidables. En primer lugar, tener habitación propia –y no digamos tranquila o a prueba de ruidos- era impensable, a menos que los padres fueran excepcionalmente ricos o muy nobles, incluso a principios del siglo XIX. Como su dinero para menudencias, que dependía de la buena voluntad del padre, apenas bastaba para mantenerla vestida, estaba impedida de los alivios que recibían incluso Keats, Tennyson o Carlyle, todos ellos hombres pobres: una excursión a pie, un viajecito por Francia-, un albergue apartado que, incluso siendo de lo más modesto, los preservaba de las exigencias y la tiranía de la familia. Esas dificultades materiales eran formidables; mas peores lo eran las inmateriales. La indiferencia del mundo que Keats y Flaubert y otros hombres de genio hallaron tan difícil de soportar, en el caso de ella se volvía hostilidad. El mundo no le decía, como a ellos, escribe si lo prefieres, me importa un comino. El mundo decía entre risotadas: ¿Escribir? ¿De qué sirve que escribas? Aquí pudieran ayudarnos los psicólogos de Newnham y de Girton, pensé volviendo a mirar los espacios vacíos en los estantes. De seguro es hora ya de que se mida el efecto del descorazonamiento en la mente del artista, como he visto que las compañías lecheras miden los efectos de la leche común y corriente y de la clase A en el cuerpo de las ratas. Disponían lado a lado, en jaulas, a dos ratas; una de las dos era furtiva, tímida y pequeña; la otra lustrosa, atrevida y grande. Ahora bien, ¿con cuál alimento alimentamos a las mujeres que son artistas?, me pregunté, recordando sin duda aquella cena de ciruelas pasas y flan. Para responder a tal pregunta sólo tengo que abrir el periódico vespertino y leer que lord Birkenhead opina... pero vaya, no me tomaré la molestia de copiar la opinión de lord Birkenhead sobre la escritura de las mujeres. Dejaré en paz lo dicho por el rector Inge. El especialista de Harley Street podrá incitar los ecos de Harley Street con sus vociferaciones sin que se mueva un pelo de mi cabeza. Pero sí citaré al señor Oscar Browning, porque en algún momento el señor Oscar Browning fue una gran figura en Cambridge, y solía examinar a los estudiantes en Girton y Newnham. Al señor Oscar Browning le apeteció declarar "que la impresión quedada en mi mente, tras mirar cualquier grupo de exámenes, es que, sin que importen las calificaciones asentadas, la mujer más destacada era intelectualmente inferior al peor hombre". Tras decir lo anterior el señor Browning volvió a sus habitaciones -y esta secuela es la que lo vuelve querible y una figura humana de cierta dimensión y majestad-, volvía a sus habitaciones, digo, y encontraba a un muchacho de establo yaciendo en el sofá, "un mero esqueleto, las mejillas cavernosas y hundidas, los dientes negros, al parecer sin el uso cabal de sus extremidades... 'Ése es Arthur' [decía el señor Browning]. “En verdad que es un chico adorable y de lo más noble". A mi parecer, las dos imágenes se completan. Y felizmente en estos tiempos de biografías, las dos imágenes sí suelen completarse, de modo que podemos interpretar las opiniones de los grandes hombres no sólo por lo que dicen, sino por lo que hacen.



Pero aunque esto es posible hoy día, hace incluso cincuenta años esas opiniones debieron ser formidables, viniendo de los labios de gente importante. Supongamos que un padre, llevado de los motivos más elevados, no quisiera que su hija abandonara el hogar para volverse escritora, pintora o erudita. "Ve lo que dice el señor Browning", diría. Y no sólo estaba el señor Browning, sino el Saturday Review, el señor Greg -lo "esencial del ser de una mujer", dijo el señor Greg enfáticamente, "es que los hombres las mantienen y ellas los atienden"--, un cuerpo enorme de opinión masculina en el sentido de que nada debe esperarse del intelecto de las mujeres. Incluso si el padre no leyera en voz alta esas opiniones, cualquier muchacha las podía leer por sí misma; y esa lectura, incluso en el siglo XIX, debió abatirle la vitalidad y afectado profundamente su obra. Siempre existiría esa afirmación -no puedes hacer esto, eres incapaz de hacer aquello- contra la cual protestar, a la cual superar. Es probable que para las novelistas ese germen no afecte ya mucho, pues se han dado mujeres novelistas de mérito. Pero en cuanto a pintoras, debe seguir teniendo alguna fuerza; y en cuanto a los músicos, imagino, continúa siendo activo y venenoso en extremo. La compositora se encuentra donde se encontraba la actriz en época de Shakespeare. Nick Greene, pensé recordando la historia que inventé acerca de la hermana de Shakespeare, dijo que una mujer actuando lo hacía recordar a un perro danzando. Johnson repitió la oración doscientos años más tarde, respecto a las predicadoras. Y aquí, dije, abriendo un libro sobre música, tenemos las palabras exactas empleadas este año de gracia de 1928, sobre las mujeres que intentan escribir música: "De la señorita Germaine Tailleferre sólo puede repetirse la sentencia del doctor Johnson respecto a las predicadoras, pero transpuesta a términos musicales. 'Señor, una mujer compositora es como un perro que caminara sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero es de sorprenderse que algo logre". Así de precisa se repite la historia.



Por tanto, concluí, cerrando la vida del señor Oscar Browning y haciendo de lado el resto, queda bastante claro que, incluso en el siglo XIX, no se fomenta en la mujer el que sea artista. Por el contrario, se la rebaja, se la abofetea, se le predica y se la exhorta. Su mente debe haber estado tensa y su vitalidad disminuida ante la necesidad de oponerse a esto, de refutarlo. Porque una vez más hemos entrado en terrenos de ese complejo masculino tan interesante y oscuro, que tanta influencia ha tenido sobre el movimiento de las mujeres; ese deseo con raíces profundas, empeñado menos en que ella sea inferior que en probarlo a él superior, que lo sitúa en cualquier punto al que miremos, no sólo al frente de las artes, sino impidiendo el paso a la política, incluso cuando el riesgo para él parece infinitesimal y la suplicante humilde y devota. Hasta lady Bessborough, recordé, con toda su pasión por la política, debe inclinarse humildemente y escribir a lady Granville Leveson-Gover: "...pese a toda mi violencia en la política y a tanto que hablo sobre el tema, estoy totalmente de acuerdo con usted en que nada se le perdió a mujer alguna en ese o en cualquier otro negocio serio, excepto para dar su opinión (sí se le pide)". Y continua malgastando su entusiasmo allí donde éste no encuentra obstáculo alguno, en ese tema de importancia inmensa que es el discurso de entrada de lord Granville a la Cámara de los Comunes. El espectáculo es de cierto extraño, pensé. La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es tal vez más interesante que la historia misma de esa emancipación. Un libro muy divertido saldría de esto, si alguna estudiante joven de Girton o Newnham recogiera ejemplos y dedujera una teoría. Pero necesitaría gruesos guantes en las manos y rejas de oro sólido que la protegieran.



Pero lo que hoy resulta divertido, recordé cerrando a lady Bessborough, alguna vez fue tomado con grave desesperación. Les aseguro que opiniones hoy guardadas en un álbum llamado el quiquiriquí, que se tiene para leer a públicos selectos en noches de verano, alguna vez provocaron lágrimas. Entre sus abuelas y bisabuelas muchas hubo que se gastaron los ojos llorando. Florence Nightingale aulló en su agonía. Además, fácil es para ustedes, que consiguieron entrar a la universidad y gozan de una sala propia -¿o es tan sólo una combinación de salita y dormitorio?- afirmar que el genio debe desentenderse de tales opiniones; que el genio debe estar por encima de lo que se diga de él. Por desgracia, son los hombres y las mujeres de genio quienes más se interesan en lo que se dice de ellos. Recuérdese a Keats. Recuerden las palabras que hizo grabar en su lápida. Piensen en Tennyson. Piensen... pero no vale la pena multiplicar ejemplos del hecho innegable, si bien infortunado, que está en la naturaleza del artista preocuparse excesivamente por lo que se dice de él. La literatura abunda en restos de naufragio de los hombres que se preocuparon más allá de lo razonable por las opiniones ajenas.



Y esta susceptibilidad es doblemente infortunada, pensé volviendo a mi inquisición original, qué estado mental es el más propicio a la obra de creación, porque la mente del artista, para lograr el esfuerzo prodigioso de liberar íntegra y completa la obra que está en él, debe incandescerse, como la de Shakespeare, conjeturé, mirando el libro que había quedado abierto en Antony and Cleopatra. No debe presentarse obstáculo alguno en ella, ninguna materia ajena sin consumir.



Porque si bien decimos que nada conocemos del estado mental de Shakespeare, al momento de decirlo algo decimos sobre el estado mental de Shakespeare. Tal vez la razón de que tan poco sepamos de Shakespeare -en comparación con Donne, Jhonson o Milton- es que nos esconde sus envidias, despechos y antipatías. No nos desvía ninguna "revelación" que nos recuerde al escritor. No hay el deseo de protestar, de predicar, de proclamar la injuria recibida, de ponerse a mano, de transformar al mundo en testigo de alguna penuria o queja disparada por el autor y consumida. Por tanto, su poesía fluye libre y sin impedimentos. Si hubo ser humano que sólo expresara su obra, ése fue Shakespeare. Si hubo una mente incandescente, libre de impedimentos, pensé volviéndome de nuevo hacia el librero, fue la de Shakespeare...





Sigue leyendo la segunda parte de La habitación propia, de Virginia Woolf.





El resumen del ensayo de Virginia Woolf: Una habitación propia (A Room of One's Own) fue escrito por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com





La vida y el novelista: Virginia Woolf









La Vida y el Novelista (Life and the novelist) es un ensayo de la escritora inglesa Virginia Woolf, publicado en la obra póstuma de 1958: Grano y Arcoiris (Granite and Rainbow)



A pesar del título ominoso, se trata de una reseña sobre la escritora Gladys Bertha Stern; de todos modos, muchas de las observaciones de Virginia Woolf sobre el arte del novelista resultan fundamentales para nuestro pequeño taller literario.







La Vida y el Novelista.

Life and the novelist, Virginia Woolf (1882-1941)





El novelista -esto lo distingue y lo pone en peligro- se encuentra terriblemente expuesto a la vida. Otros artistas se apartan, al menos parcialmente. Se encierran por semanas, solos con un platón de manzanas y una caja de pinturas, o con un rollo de papel pentagramado y un piano. Cuando resurgen, es para olvidarse de todo y distraerse. Pero el novelista nunca olvida y rara vez se distrae. Llena el vaso y enciende el cigarrillo y, es de suponer, goza todos los placeres de la charla y de la mesa, aunque siempre con la sensación de que la materia de su arte lo está estimulando, está influyendo sobre él. El gusto, los sonidos, el movimiento, unas cuantas palabras aquí, un gesto allá, un hombre que entra, una mujer que sale, incluso el auto que pasa por la calle o el mendigo que chancletea por el pavimento, y todos los rojos y los azules y las luces y las sombras- de una escena exigen su atención y despiertan su curiosidad. Le es tan imposible dejar de recibir impresiones como al pez en medio del océano impedir que el agua pase por sus agallas.

Pero si tal sensibilidad es una de las condiciones de la vida de novelista, es obvio que todos los escritores cuyos libros sobrevivieron han sabido cómo dominarla y ponerla al servicio de sus propósitos. Han terminado el vino, pagado la cuenta y se han retirado, solos, a alguna habitación solitaria donde, entre labores y pausas, en agonía (Flaubert), luchando, apresurándose, tumultuosamente (como Dostoievsky), han dominado sus percepciones, las han endurecido, las han cambiado en las texturas de su arte.



Tan extremo es el proceso de selección, que en su etapa final solemos no encontrar huellas de la escena real que sirvió de base al capítulo. Porque en esa habitación solitaria, cuya puerta intentan abrir todo el tiempo los críticos, suceden procesos de la condición más extraña. La vida queda sujeta a mil disciplinas y ejercicios. Se la curva, se la mata. Se la mezcla con esto, se la espesa con aquello, se la contrasta con algo más. De modo que, cuando un año más tarde recibimos nuestra escena en el café, han desaparecido los signos de superficie por los cuales la recordamos. Emerge de la niebla algo desnudo, algo formidable y perdurable, la carne y la sangre sobre las cuales se fundó nuestro impulso de emoción indiscriminada.



De los dos procesos el primero -recibir impresiones- es sin duda el más fácil, el más sencillo, el más placentero. Y es del todo posible, siempre y cuando se tenga el don de un temperamento lo bastante receptivo y un vocabulario suficientemente rico, satisfacer sus demandas, fabricar un libro con base tan sólo en esa emoción preliminar. Tres cuartas partes de las novelas que hoy aparecen están confeccionadas de experiencias, a las cuales no se ha aplicado ninguna disciplina, excepto el freno moderado de la gramática y los rigores ocasionales de la división en capítulos. ¿Es A Deputy Was King (Un diputado fue rey), de la señorita Sterne, otro ejemplo de este tipo de escritura, se llevó el material a su soledad o no es ni esto ni aquello, sino una mezcla incongruente de lo suave y lo duro, de lo transitorio y lo perdurable?



A Deputy Was King continúa con la historia de la familia Rakonitz, comenzada hace algunos años con The Matriarch (La matriarca). Es un regreso bienvenido, pues los Rakonitz son una familia dotada y cosmopolita que posee una cualidad admirable, muy rara hoy día en la narrativa inglesa: la de no pertenecer a secta alguna. Ningunos límites parroquiales la circundan. Se desparraman por el continente. Se los encuentra en Italia y en Austria, en París y en Bohemia. Si se alojan temporalmente en algún estudio londinense, no por ello se condenan a vestir para siempre la librea de Chelsea, de Bloomsbury o de Kensington. Nutridos con abundancia en una dieta de carnes de primera y vinos sutiles, vestidos dispendiosa pero exquisitamente, con un flujo de dinero envidiable si bien inexplicable, ninguna restricción de clase o convención los limita, si exceptuamos el año 1921. Es esencial que estén al día. Bailan, se casan, viven con éste o aquel hombre; sestean bajo el sol italiano; en enjambres entran y salen de las casas y los estudios chismeando, peleándose y reconciliándose. Porque, después de todo, aparte de las limitaciones de la moda, se encuentran, consciente o inconscientemente, sujetos al lazo de la familia. Tienen esa tenacidad judía del afecto, que las privaciones comunes han producido en una raza proscrita. Por tanto, a pesar del gregarismo superficial, en lo profundo y en lo fundamental son leales unos a otros. Toni, Val y Loraine podrán pelearse y deshacerse en público, pero en la intimidad las mujeres Rakonitz se encuentran indisolublemente unidas. Aunque introduce a los Goddard y relata el matrimonio de Toni con Giles Goddard, la etapa que comentamos en la historia de esta familia es en realidad la historia de una familia y no de un episodio; se detiene, es de suponer que por un tiempo, en una villa italiana provista de diecisiete habitaciones, de modo que puedan venir a alojarse tíos, tías y primos. Porque Toni Goddard, pese a toda su moda y su modernidad, prefiere acoger tíos y tías que agasajar emperadores, y un primo en segundo grado, al que no ha visto desde que era niña, es un premio superior a los rubíes.



De seguro podría hacerse una buena novela con tales materiales: es lo que de pronto nos vemos diciendo antes de haber concluido cien páginas. Y esta voz, no del todo la nuestra sino la voz de ese espíritu disconforme que puede separarse y tomar su propio camino mientras leemos, ha de ser interrogada sin tardanza, no vayan sus insinuaciones a echar a perder el placer del todo. Entonces ¿qué dice al insinuar este sentimiento de duda, de refunfuño en medio de nuestro bienestar general? Hasta ese punto, nada ha interferido con nuestro gozo. Excepto siendo uno mismo un Rakonitz, tomando parte en una de esas Veladas llenas de diamantes", bailes, bebidas, coqueteos, con la nieve sobre el tejado y el gramófono berreando "Es noche de luna en Kalua"; excepto de verse a Betty y Colin "avanzando un tanto grotescos... en plenas galas, el terciopelo tendido como una enorme copa invertida a los pies de Betty, mientras ella avanza melindrosa por el pasillo de nieve pura y destellante, la absurda maraña de plumas sobre el yelmo de Colin", excepto por tomar entre los dedos propios todo este brillo y toda esta fantasía, ¿qué hay mejor que el informe dado por la señorita Sterne?



La voz refunfuñona concederá que todo es muy brillante, admitirá que han pasado cien páginas como un seto visto desde un tren expreso, pero reiterará que pese a todo ello algo anda mal. Un hombre puede huir con una mujer sin que nos demos cuenta. Es prueba de que no existen valores. Esas apariciones no tienen forma. Una escena se disuelve en la siguiente, una persona en otra. Las personas surgen de una niebla de pláticas y en la plática vuelven a hundirse. Son de palabra suave e informe. No hay modo de asirlas. La acusación tiene peso, porque es cierto, una vez que lo pensamos, que Giles Goddard puede huir con Loraine y para nosotros es como sí alguien se hubiera levantado y salido de la habitación, algo sin importancia. Nos hemos permitido dormitar en apariencias. Toda esta representación del movimiento de la vida nos ha disminuido la capacidad de imaginar. Nos hemos sentado receptivos a observar, más bien con los ojos que con la mente, como hacemos en el cine, lo que pasa en la pantalla frente a nosotros. Cuando deseamos emplear lo aprendido acerca de los personajes, para auxiliarlos en alguna crisis, nos damos cuenta que no tenemos vapor, no hay energía a nuestra disposición. Sabemos cómo visten, qué comen, la jerga que usan, pero no lo que son. Porque lo que sabemos acerca de estas personas nos fue dado (excepto en un caso) siguiendo los métodos de la vida. Se construyen los personajes observando la incoherencia, las secuencias frescas y naturales de una persona que, deseando platicar la vida de un amigo, la interrumpe mil veces para introducir algo nuevo, para agregar algo olvidado, de modo que al final, aunque se pueda sentir que se ha estado en presencia de la vida, esa vida particular en cuestión permanece vaga. Este método de la mano a la boca, este cuchareo de oraciones que tienen el goteo brillante de palabras que viven en labios reales, es admirable para un propósito, pero desastroso para otro. Todo es fluido y gráfico, pero ningún personaje o situación surge sin mácula. Quedan adheridos a los bordes trocitos de materia extraña. Pese a toda su brillantez las escenas son nebulosas, las crisis borrosas. Un párrafo descriptivo dejará claro tanto el mérito como el defecto del método. La señorita Sterne quiere que nos demos cuenta de la belleza de un abrigo chino.



Al mirarlo, se diría que nunca antes hubiéramos visto un bordado, pues era la culminación misma de todo lo brillante y lo exótico. Los pétalos estaban dispuestos en un patrón flamígero alrededor de amplias bandas de bordado azul alción; y alrededor de cada placa oval estaba tejida una garza plateada de largo pico verde, un arcoiris tras las alas tendidas. Entre los arabescos de plata se posaban delicadamente mariposas, mariposas doradas y mariposas negras y mariposas que eran doradas y negras. Cuanto más en detalle se veía más había por ver: marcas intrincadas en las alas de las mariposas, púrpuras y verde hierba y durazno.



Y como si no fuera suficiente por ver, continúa agregando qué de cada flor surgían estambres diminutos, y que círculos rodeaban los ojos de cada garza por separado, hasta que el abrigo chino vacila ante nuestros ojos y se funde en una mancha brillante.



Aplicado a las personas, ese mismo método da los mismos resultados. Se agrega una cualidad a otra, un hecho a otro, hasta que cesamos de discriminar y nuestro interés queda sofocado bajo una plétora de palabras. Porque cierto es de todo objeto —abrigo o ser humano— que cuanto más se ve más hay por ver. La tarea de un escritor es tomar una cosa y dejarla representar veinte, tarea peligrosa y difícil. Pero sólo así queda liberado el lector del amontonamiento y confusión de la vida y marcado eficazmente con ese aspecto particular que el escritor desea presentarnos. Que la señorita Sterne tiene otras herramientas a su disposición y podría emplearlas si lo deseara, queda insinuado una y otra vez, así como revelado momentáneamente en el breve capítulo donde se describe la muerte de la matriarca, Anastasia Rakonitz. Aquí, de pronto, el flujo de palabras parece oscurecerse y adensarse. Percibimos algo bajo la superficie, algo inexpresado para que nosotros lo encontremos y lo pensemos. Las dos páginas donde se nos dice cómo la anciana murió pidiendo una salchicha de hígado de pato y un peine de carey tienen en mi opinión, no importa cuán breves, el doble de substancia que cualesquiera otras treinta páginas del libro.



Esos comentarios me regresan a la cuestión con que empecé: la relación del novelista con la vida y en qué consiste. Que se encuentra terriblemente expuesto a la vida lo prueba, una vez más, A Deputy Was King. Puede el autor sentarse y observar la vida y componer su libro de la espuma y la efervescencia mismas de sus emociones; o puede posar el vaso, retirarse a su habitación y sujetar su trofeo a esos procesos misteriosos mediante los cuales la vida, como el abrigo chino, es capaz de sostenerse por sí misma... una especie de milagro impersonal. Pero en cualquiera de los dos casos se enfrenta a un problema que no aflige en el mismo grado a quienes trabajan en cualquier otro arte. De modo estridente, clamoroso, la vida ruega siempre ser la meta adecuada de la narrativa, y que cuánto más se vea de ella y de ella se capte, mejor será el libro. Sin embargo, no agrega que es bastamente impura; ese aspecto que sobrevuela por encima de todo suele carecer, para el novelista, de todo valor. La apariencia y el movimiento son las trampas que la vida muestra para hacerlo perseguirla, como si fueran su esencia y, capturándolas, llegara a su meta. Así creyéndolo, él la sigue afiebrado por esa senda, describiendo qué fox-trot se toca en la embajada, qué tipo de falda se viste en Bond Street, y culebreando traza su camino hacia los más recientes atrevimientos de la jerga tópica, e imita a la perfección los acuñamientos más recientes de la jerga coloquial. Lo aterroriza, más que ninguna otra cosa, quedarse atrás respecto de la época: su preocupación mayor es que el objeto descrito acabe de llegar a la tienda, el amanecer aún en su cabeza.



Este tipo de obra exige gran destreza y ligereza, a más de que satisface un deseo real. Conocer los márgenes de los tiempos que se viven, su modo de vestir y de bailar y sus frases de moda, tiene un interés e incluso un valor del que carecen las aventuras espirituales de un cura o las aspiraciones de una maestra altiva, por solemnes que sean. Bien pudiera argüirse, además, que dedicarse a la multitudinosa danza de la vida moderna, a modo de producir la ilusión de realidad, exige una habilidad literaria mucho más elevada que el escribir un ensayo serio sobre la poesía de John Donne o las novelas de Proust. Así, el novelista que es esclavo de la vida y cocina sus libros de la espuma del momento, está haciendo algo difícil, algo que place, algo que, si por allí va su mente, hasta puede instruir. Pero su obra pasa tal y como pasa el año 19211, como pasa el fox-trot y al cabo de tres años parece tan zafio y opaco como cualquier moda que cumplió su propósito y desapareció.



Por otro lado, retirarse al estudio temeroso de la vida es igual de fatal. Cierto que pueden manufacturarse en esa quietud imitaciones plausibles de Addison, por decir alguien, pero son tan frágiles como el yeso e igual de insípidas. Para sobrevivir, cada oración debe tener, en su núcleo, una chispita de fuego y ésta, no importando el riesgo, debe arrancarla el novelista con sus propias manos de la fogata. Por tanto, su situación es precaria. Debe exponerse a la vida; debe arriesgar el peligro de verse extraviado y engañado por sus falsedades; debe arrebatarle su tesoro y dejar que su basura se vuelva desperdicio. Pero en un cierto momento habrá de abandonar toda compañía y retirarse, solo, a ese cuarto misterioso donde su cuerpo se endurece y se modela en algo permanente mediante procesos que, si bien eluden al crítico, para él tienen una profunda fascinación.





Virginia Woolf (1882-1941)








La ficcion moderna: Virginia Woolf


La Ficción Moderna (Modern Fiction) es un ensayo de la escritora inglesa Virginia Woolf, publicado en 1919. Se trata de un estudio sobre la narrativa y la tarea del escritor, con algunas cuestiones fundamentales que Virginia Woolf plantea con su clásica elegancia.




Básicamente podemos hablar de dos tipos de ficción: El intento de reflejar la realidad tal como se la percibe, o su interpretación. Virginia Woolf elige el segundo camino, el camino del arte. Huye de las copias absurdas, de la literatura fotográfica, y se sumerge en el mundo de la interpretación; donde el escritor absorbe la realidad para transformarla en otra cosa, en algo diferente, irreconocible, incluso para él mismo.







La Ficción Moderna.

Modern Fiction; Virginia Woolf (1882-1941)





Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuan suelta e informal, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica moderna de este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior. Podría decirse que, dadas sus herramientas sencillas y sus materiales primitivos, Fielding se defendió bien y Jane Austen incluso mejor, pero ¡compárense sus oportunidades con las nuestras! De cierto que sus obras maestras tienen un aire de simplicidad extraño. Sin embargo la analogía entre la literatura y el proceso de, por dar un ejemplo, fabricar un auto apenas se sostiene más allá de un primer vistazo.



Es de dudar que en el transcurso de los siglos, aunque hayamos aprendido mucho sobre cómo fabricar máquinas, hayamos aprendido algo sobre cómo hacer literatura. No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de la pista desde una cima suficientemente elevada. Apenas merece decirse que ninguna presunción tenemos, ni siquiera momentánea, de estar en ese punto de vista ventajoso. En la parte llana, entre la multitud, cegados a medias por el polvo, miramos hacia atrás y con envidia a esos guerreros más afortunados, cuya batalla ha sido ganada ya y cuyos logros muestran un aire de realización sereno, de modo tal que apenas podemos frenarnos de murmurar que la lucha no fue tan dura para ellos como para nosotros. La decisión queda al historiador de la literatura; a él corresponde informar sí nos encontramos al principio, al final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último.



Así, nuestra disputa no es con los clásicos, y sí hablamos de disputar con los señores Wells, Bennett y Galsworthy, en parte se debe al mero hecho de que al existir ellos en carne y hueso, su obra tiene una imperfección viva, cotidiana, activa que nos lleva a tomarnos con ella cualquier libertad que nos plazca. Pero cierto es también que, mientras les agradecemos mil dones que nos han dado, reservamos nuestra gratitud incondicional para Hardy, Conrad y en grado mucho menor el Hudson de The Purple Land (Tierra púrpura), Green Mansions (Mansiones verdes) y Far Away and Long Ago (Muy lejos y hace mucho tiempo).



Los señores Wells, Bennett y Galsworthy han despertado tantas esperanzas y las han decepcionado con tanta persistencia, que nuestra gratitud adopta mayormente como forma el agradecerles habernos mostrado lo que pudieron haber hecho pero no hicieron; lo que ciertamente seríamos incapaces de hacer pero, con igual certeza quizás, no deseamos hacer. Ninguna oración por sí misma resumiría la acusación o la queja que fue necesario expresar contra una masa de obras tan abundante en volumen y que representa tantas cualidades, sean admirables o lo contrario. Si intentamos formular nuestro sentir en una palabra única, diremos que estos tres escritores son materialistas. A causa de que se interesan por el cuerpo y no por el espíritu, nos han decepcionado, dejándonos con la sensación de que cuanto antes les dé la espalda la narrativa inglesa, tan cortésmente como se quiera, y se encamine aunque sea al desierto, mejor para su alma. Pero claro, ninguna palabra alcanza de golpe el centro de tres blancos diferentes. En el caso del señor Wells, se aparta notablemente del hito. Pero incluso en él muestra a nuestro pensamiento la amalgama fatal de su genio, el enorme grumo de yeso que consiguió mezclarse con la pureza de su inspiración. Pero tal vez el señor Bennett sea el peor culpable de los tres, en tanto que es con mucho el mejor obrero. Puede fabricar un libro tan bien construido y tan sólido en su artesanía, que es difícil incluso al más exigente de los críticos deducir por qué rajadura o grieta puede filtrarse la decadencia. No pasa ni la menor corriente de aire por los marcos de las ventanas, ni hay la menor fractura en las duelas. Sin embargo ¿qué si la vida se rehusa a vivir aquí? Es un riesgo que bien pueden presumir de haber superado el creador de The Old Wives Tale (Cuento de viejas), George Cannon, Edwin Clayhanger y multitud de otras figuras; Sus personajes tienen vida en abundancia e, incluso, inesperada, pero queda por preguntar ¿cómo viven y para qué viven? Termina pareciéndonos cada vez más, incluso cuando desertan de la bien construida villa de Five Towns, que pasan su tiempo en algún vagón de ferrocarril de primera clase y suavemente acojinado, pulsando innumerables campanillas y botones; y el destino hacia el cual viajan de modo tan lujoso se vuelve, cada vez menos indudablemente, una eternidad de bienaventuranza pasada en el mejor de los hoteles de Brighton. Difícilmente puede afirmarse del señor Wells que sea un materialista en el sentido de que se deleita en exceso en la solidez de su fábrica. Es de mente demasiado generosa en compasiones para permitirse dedicar mucho tiempo a dejar las cosas en perfecto orden y substanciales. Es materialista dada la mera bondad de su corazón, que lo hace echarse a las espaldas el trabajo que debieron cumplir los funcionarios gubernamentales; en medio de la plétora de sus ideas y de sus hechos, apenas tiene un respiro para darse cuenta de, o ha olvidado considerar que tiene importancia, la crudeza y la tosquedad de sus seres humanos. Y aún así, ¿qué crítica más dañina puede haber a su tierra y a su cielo que el que deban ser habitados ahora y en el futuro por sus Joans y sus Peters? La inferioridad de sus naturalezas ¿no empaña cualquier institución e ideal que la generosidad de su creador les haya proporcionado? Tampoco, por profundo que sea nuestro respeto por la integridad y el humanismo del señor Galsworthy, encontraremos en sus páginas lo que buscamos.



Entonces, si pegamos una etiqueta en todos esos libros, en la cual esté la palabra única materialistas, queremos decir con ello que escriben de cosas sin importancia; que emplean una habilidad y una laboriosidad inmensas haciendo que lo trivial y lo transitorio parezcan lo real y lo perdurable.



Hemos de admitir que estamos siendo exigentes y, además, que nos resulta difícil justificar nuestro descontento explicando qué es lo que exigimos. Planteamos la cuestión de modo diferente en distintos momentos. Pero reaparece del modo más persistente cuando nos apartamos de la novela concluida en la cresta de un suspiro: ¿Vale la pena? ¿Cuál es su propósito? ¿Sucede acaso que, debido a una de esas desviaciones menores que el espíritu humano sufre de vez en cuando, el señor Bennett aplicó su magnífico aparato de captar vida, cinco o diez centímetros fuera de foco? La vida escapa y, tal vez, sin vida nada vale la pena. Tener que recurrir a una imagen como ésta es una confesión de vaguedad, pero difícilmente mejoramos la situación hablando, como son proclives a hacer los críticos, de realidad. Tras admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que asegura el objeto que buscamos. Lo llamemos vida o espíritu, verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en parecerse a la visión que tenemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de la historia es no sólo trabajo desperdiciado sino mal colocado, al grado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sino por algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene en servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así las novelas?



Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser "así". Examínese por un momento una mente ordinaria en un día ordinario. Esa mente recibe miríadas de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con el filo del acero. Esas miríadas vienen de todos sitios, una lluvia incesante de átomos innumerables; y según descienden, según se transforman en la vida del lunes o del martes, el acento cae en un lugar diferente al del viejo estilo; el momento importante no viene aquí sino allí; de modo que si un escritor fuera libre y no esclavo, si pudiera escribir de acuerdo con sus elecciones y no sus obligaciones, si pudiera basar su trabajo sobre sus sentimientos y no las convenciones, no habría trama, ni comedia, ni tragedia, ni intereses amorosos o catástrofes al estilo aceptado y, tal vez, ni un sólo botón cosido al modo que quisieran los sastres de Bond Street. La vida no es una serie de farolas ordenadas simétricamente, sino un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el inicio de nuestra conciencia hasta su final.



¿No es tarea del novelista transmitir este espíritu variado, desconocido y sin circunscribir, no importa qué aberraciones o complejidades manifieste, con tan poca mezcla de lo ajeno y lo externo como sea posible? No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugiriendo que la materia adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios escritores jóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella de sus predecesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo hayan de descartar la mayoría de las convenciones que suele observar el novelista. Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen, establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente en apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmente pensado pequeño. Cualquiera que haya leído Portrait of the Artist as a Young Man (Retrato del artista adolescente) o lo que promete ser una obra mucho más interesante, el Ulysses (Ulises), que en este momento aparece en la Little Review, arriesgará una teoría de tal naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con sólo un fragmento así frente nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos. Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una sinceridad máxima y que el resultado, por difícil o desagradable que lo juzguemos, es innegablemente importante. En contraste con quienes hemos llamado materialistas, el señor Joyce es espiritual; se preocupa a cualquier precio por revelar los titubeos de esa llama interna que destella sus mensajes a través del cerebro, y para conservarla hace de lado con valor absoluto todo aquello que parezca adventicio, se trate de la probabilidad, de la coherencia o de cualquier otra señal caminera que por generaciones haya servido para dar apoyo a la imaginación del lector, cuando se le pide que imagine lo que le es imposible tocar o ver. La escena en el cementerio, por ejemplo, con su brillantez, su sordidez, su incoherencia, sus relámpagos súbitos de significado, sin duda se aproxima tanto a las honduras de la mente que, al menos en una primera lectura, es difícil no suponer una obra maestra. Si lo que deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda. De hecho, nos encontramos andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos ir a ejemplos elevados, con Youth (Juventud) o The Mayor of' Casterbridge (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y preguntarse si no nos estamos refiriendo a nuestra sensación de estar en una habitación brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que enriquecidos y liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está fuera de él y a la distancia? El subrayado puesto, acaso didácticamente, a la indecencia ¿contribuye a dar el efecto de algo, angular y aislado? ¿Se tratará simplemente de que ante cualquier esfuerzo así de original es más fácil, sobre todo a los contemporáneos, percibir lo que falta y no precisar lo que ofrece? En cualquier caso, es un error mantenerse fuera examinando "métodos". Cualquier método sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar sí somos escritores, que nos acerque más a la intención del escritor si somos lectores. Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a llamar la vida misma. ¿No sugirió la lectura de Ulysses cuánto de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacudimiento al abrir el Tristram Shandy y el Pendennis y vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más importantes?



Sea como fuere, el problema al que hoy día se enfrenta el novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en "esto" sino en "aquello", y sólo de ese "aquello" debe construir su obra. Es muy probable que para los modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre en las partes oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por nosotros, incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chéjov transformó en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusos yacen enfermos, a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos fragmentos de su charla y algunos de sus pensamientos; la plática continúa entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido "a una zanahoria o un rábano", es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido Chéjov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "esto es trágico", y tampoco estamos ciertos, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.



Los comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se menciona a los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquier narrativa que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y el corazón ¿dónde más conseguirlo con profundidad comparable? Si estamos hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus novelistas tiene, por derecho de nacimiento, una reverencia natural por el espíritu humano. "Aprende a convertirte en el igual de la gente... Pero que esta simpatía no sea aquella de la mente -pues con la mente es fácil- sino aquella del corazón, con amor hacia ella." En todo gran escritor ruso parecemos discernir los rasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía por el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas en faramalla y trucos. Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristeza extrema. De hecho, sería más exacto hablar de que la mente rusa está inconclusa. Es la sensación de que no hay respuesta, que si se examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resentida. Tal vez tengan razón; incuestionablemente, ven más lejos que nosotros y sin nuestros crudos impedimentos de visión. Pero quizá yernos algo que a ellos se les escapa, pues sino ¿por qué habría de mezclarse a nuestra melancolía esa voz de protesta? Esa voz de protesta es aquella de una civilización distinta y antigua, que parece haber insuflado en nosotros el instinto de gozar y luchar antes qué el de sufrir y comprender. La narrativa inglesa, desde Sterne a Meredith, es testimonio de nuestro deleite natural en el buen humor y la comedia, en la belleza de la tierra, en las actividades del intelecto y en el esplendor del cuerpo. Pero cualesquiera deducciones que extraigamos de comparar dos narrativas tan inconmensurablemente apartadas son fútiles, excepto en cuanto nos imbuyan con la visión de las posibilidades infinitas del arte y nos recuerden que el horizonte no tiene límites, y que nada -ningún "método", ningún experimento, incluso los más desbocados- está prohibido como sí lo están la falsedad y la simulación. No existe "material adecuado para la narrativa", pues todo es material adecuado para la narrativa, todo sentimiento, todo pensamiento; toda cualidad del cerebro y del espíritu de la que se eche mano; ninguna percepción está fuera de lugar. Y si podemos imaginar al arte de la narrativa adquirir vida y ponerse de pie en nuestro medio, sin duda nos pediría que lo rompiéramos y lo hostigáramos, así como que lo honráramos y lo amáramos, porque de esa manera se renueva su juventud y se asegura su soberanía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario